Los Guardianes de los Elementos: El Guardián del Rayo

Las Olas del Mar

Narel emergió con su tabla de debajo de una ola. El salitre del agua le irritaba los ojos, aunque ya se había acostumbrado luego de 19 años viviendo en las costas de Ibiza. La chica peliazul adoraba surfear. Lo hacía todas las tardes, para luego recostarse en su tabla, flotando, y contemplar la puesta del sol.

Esa tarde, Narel debía volver temprano a casa de su abuela, por lo que salió del agua y ató su tabla a la parte trasera de su pequeña y vieja camioneta. Se puso un short de jean y un top suelto, sobre el corto traje de neopreno. Estaba por subirse a la camioneta, cuando vio a un muchacho de largo pelo castaño jugando con un perro callejero, que parecía tener sarna. Ella se quedó un par de minutos viéndolo como tonta. Se le escapó una risita. Él volteó en su dirección y ella apartó la mirada, ¿la habría visto? Se sonrojó, pero volvió a verlo. Seguía jugando con aquel perro... Pero este ya no era sarnoso. Narel alcanzó a ver un débil brillo verde salir de las manos del muchacho. Mismo brillo que aun presentaban algunos pelos del animal que habían crecido donde antes había manchas de piel. 

El perro se fue desbordante de energía, ¿energía elemental podría ser? El chico cruzó la calle y se internó en la ciudad. Narel lo siguió, había algo extraño en él. Aunque era lindo. Una sonrisa boba se empezó a dibujar en su cara. Se sacudió ese pensamiento. Lo siguió a través de las calles de la parte antigua de la ciudad. Los viejos edificios brillaban de una forma tan hermosa con las últimas luces del día. Narel volvió a mirar él último lugar donde había visto al muchacho. Nada. Lo había perdido. Frustrada, dió media vuelta para irse; se le había hecho tarde, pero fue emboscada por una Sombra. No tuvo tiempo de reaccionar cuando fue embestida y cayó al piso. La Sombra saltó hacia ella. El miedo inundó los ojos de la peliazul. Iba a morir. Cerró los ojos esperando el ataque. Nunca llegó. Cuando los volvió a abrir, vio una leve estela verde; la siguió con la mirada. Una espada; en manos de un Guardián. En manos de aquel chico al que estaba siguiendo. Él se la había clavado a la Sombra, la cual se desvaneció en el aire. El chico se dio vuelta y le tendió la mano.

- ¿Estas bien? - preguntó con tono despreocupado. Su sonrisa era brillante, y su barba desprolija no lo hacía ver menos atractivo.

Él no había percibido la segunda Sombra que se le aproximaba por detrás. Esta vez, Narel no dudó; sacó su gladio y se lo lanzó a esta, clavándoselo en la cabeza. Su respiración se había vuelto agitada. El chico se veía impactado.

- Eres una Guardiana - dijo atónito viendo la pequeña espada que había quedado clavada en el suelo. Volteó hacia la chica - ¿No es verdad?

Narel se limitó a asentir mientras se ponía de pie. Estaba nerviosa. ¿Por qué estaba nerviosa? ¿Por qué la descubriera? ¿O era por otra cosa?

- ¿Cuál es tu elemento? - preguntó el chico.

- A-agua - respondió ella haciendo un gesto para indicar como estaba vestida. Conservaba su traje de neopreno, pero su top y short habían sido reemplazados por un corto abrigo azul y sus ojotas, por un par de cortas botas del mismo color.

- Obvio - el muchacho se dio una palmada en la cara; su tonta risa se aplacó al ver la cara nerviosa y curiosa de la peliazul - ¿Qué?

- ... tu nombre - contestó Narel con la cabeza baja.

- Ah, cierto - dijo él, cayendo en la cuenta de que no se había presentado - Disculpa. Me llamo Eren Fourtrealm, Guardián de la Vida - agregó envainando su espada - Y ella es Tami.

- Un gusto - dijo la voz femenina de la espada.

- Yo soy Narel... - se presentó ella levantando la cabeza - Narel Sainz - se acercó hasta donde había quedado su espada - Y el es Bruce - agregó tomando su gladio.

- El placer es mío - saludó una grave voz masculina proveniente de la corta espada.

- ¿Bruce?

- Le puse así por el tiburón de Buscando a Nemo, una vieja película de animación - le explicó Narel -, ya que mi espada me recuerda a un diente de tiburón alargado - levantó la cabeza y su mirada se encontró con la de Eren. No pudo evitar sonrojarse y apartó la mirada rápidamente - Bueno... Me tengo que ir.

Narel dio media vuelta al tiempo que sus ropas volvían a la normalidad.

- ¿No puedes quedarte un rato más? - la detuvo Eren.

- No - respondió ella mirando al suelo - Pero voy a la playa todas las tardes - agregó con un dejo de esperanza - Puedes encontrarme donde encontraste al perro de antes.

- Espera. ¿Me estuviste siguiendo desde entonces?

Narel se puso roja como un tomate y se fue corriendo antes de que dijera otra cosa.

***

La casa de su abuela no era nada del otro mundo; pequeña y deslucida, solo contaba con una habitación, por lo que Narel dormía en el sofá. Al entrar tiró sus cosas a un costado y se dirigió a la cocina. Era su turno de cocinar. 

Últimamente siempre era su turno de cocinar. Hacía un par de meses que su abuela no podía levantarse de la cama. Se encontraba muy débil. Desde entonces Narel se encargaba de todo allí. Preparar las comidas, hacer el aseo, las compras, ayudar a su abuela a bañarse, lavar la ropa. Además tenía un trabajo de medio tiempo en una tienda unas cuadras calle abajo. No había pedido un empleo de tiempo completo por tres razones: primero, tenía que cuidar a su abuela por lo que debía estar el mayor tiempo posible con ella; segundo, el dinero que le ofrecían por el trabajo de medio tiempo era más que suficiente para mantenerlas a las dos. Y en tercer lugar, porque su abuela le había pedido que no trabajara tanto, que no se preocupara tanto por ella y que se divirtiera y disfrutara mientras pudiera. Era por esto que ella iba surfear todos los días; lo hacía por ella, para que no se preocupara porque su querida nieta perdiera su juventud cuidando de su inútil abuela, quien ya había vivido lo suficiente.

Narel no era muy hábil cocinando, pero se había vuelto experta con el arroz. Esta vez había preparado arroz con mejillones. Preparó una bandeja con un vaso de agua, cubiertos, una servilleta y un plato de aquel arroz, y se dirigió con ella a la habitación de su abuela. La mujer rondaba los ochenta y cinco años; grandes arrugas se apoderaban de su piel que alguna vez habría lucido un bronceado envidiable. Sus apagados ojos eran de un color celeste, el cual no resaltaba mucho con su corto pelo canoso. La chica peliazul dejó la bandeja a los pies de la cama y la ayudó a incorporarse.




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