La lluvia caía con fuerza sobre el valle de Panamá, golpeando el techo de tejas de la casa de Amara y Elías.
El taller estaba húmedo y perfumado a madera mojada y óleo fresco.
Amara observaba el lienzo en blanco frente a ella, pero sus ojos no veían el trazo; veían imágenes que no pertenecían a esta vida.
De pronto, un viento helado recorrió la habitación, apagando la vela y haciendo que las sombras danzaran sobre las paredes.
El pincel se movió solo, dibujando una figura desconocida: un rostro joven, ojos cerrados, y un aura dorada que parecía latir como corazón propio.
—¿Qué…? —susurró Amara, retrocediendo un paso.
—¿Qué pasa? —preguntó Elías, que apareció detrás de ella, con la alarma en los ojos.
La figura en el lienzo parecía mirarlos a ambos, y un suspiro apenas audible llenó el aire, como un eco que venía de otra época.
—No lo sé… —dijo Amara—. Pero siento que alguien quiere despertar.
Elías se acercó, tomó su mano y la sostuvo con fuerza.
—Entonces no podemos ignorarlo.
—¿Qué hacemos? —preguntó ella.
—Lo mismo que siempre —respondió él—. Lo enfrentamos… juntos.
En ese instante, un relámpago iluminó la montaña, y la figura en el lienzo brilló con intensidad sobrenatural.
El aire vibró.
El tiempo pareció temblar.
Y en un murmullo que solo ellos pudieron escuchar, alguien pronunció su nombre:
—Amara… Elías… el eco no terminó.
El corazón de ambos se aceleró.
Sabían que el mundo que conocían ya no existía.
El pasado y el presente estaban colisionando de nuevo…
y esta vez, el eco llamaba a otros a despertar.