Los herederos del eco

El primer movimiento

La lluvia cesó, pero el valle seguía envuelto en niebla.

Amara y Elías llevaban a la joven al interior de la casa, pero el aire estaba cargado de electricidad; cada sombra parecía moverse por sí misma.

—No sé cuánto tiempo estuve fuera —dijo la joven, con voz débil—. Solo recuerdo… voces. Voces que no son mías.

Amara frunció el ceño.

—Alguien la ha estado guiando.

—O manipulando —interrumpió Elías, la mirada dura—. Esto no es un simple despertar.

El silencio se rompió con un golpe en la ventana.

Amara se giró y vio una sombra difusa que se desvanecía en segundos.

—¿Quién…? —susurró.

—Lucien —respondió Elías, como si pronunciar su nombre fuera aceptar un mal presagio.

En ese instante, el teléfono sonó.

Era un número desconocido.

Cuando Elías atendió, una voz grave y fría cruzó el auricular:

—Cada eco que despierta es un movimiento que ya no pueden controlar.

Si se equivocan… alguien pagará el precio primero.

El auricular cayó de sus manos.

Amara palideció.

—Nos está avisando… o amenazando.

—No hay duda —dijo Elías, apretando los dientes—. Lucien no ha dejado de observarnos.

Un golpe de viento abrió la puerta del jardín.

La joven que habían salvado tembló y se arrodilló, señalando hacia la niebla.

Entre las sombras, se formaban figuras humanas: otras almas conectadas al eco, que avanzaban hacia ellos con movimientos rígidos y pasos silenciosos.

—No… —murmuró Amara—. Son como… reflejos de vidas pasadas.

—Y están siendo atraídas —dijo Elías—. Por Lucien.

La tensión se volvió casi tangible.

El eco estaba creciendo más rápido de lo que podían anticipar.

Cada alma que despertaba se convertía en pieza de un juego mayor, y el enemigo no estaba solo: estaba manipulando el presente y las memorias antiguas a la vez.

Amara tomó la mano de la joven.

—No los dejaremos atraparlos —dijo, con voz firme—.

—No —repitió Elías, colocando sus manos sobre las de ella—. Juntos, no podrán.

Pero justo cuando creyeron tener control, la joven alzó la vista.

Sus ojos estaban completamente dorados.

Un murmullo antiguo escapó de sus labios:

—El tiempo… nos recuerda… y nos exige más.

Amara y Elías comprendieron entonces la gravedad: el eco ya no era un llamado, era una advertencia, y si no actuaban rápido, los que despertaban serían sus peores enemigos antes de ser salvados.




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