Los herederos del eco

El juego de las almas

La madrugada traía un frío extraño, como si el aire mismo recordara vidas antiguas.

Amara y Elías estaban en el taller, rodeados de los primeros registros del eco.

Pero ya no estaban solos: la joven que habían salvado comenzó a temblar, y otras figuras empezaron a aparecer en las sombras del valle, reflejos de almas que nunca habían conocido.

—¡Amara! ¡Elías! —gritó la joven, con voz temblorosa—. Ellos… me buscan…

El viento azotó las ventanas, trayendo susurros antiguos que se mezclaban con risas y lamentos de otras vidas.

Amara sintió que el eco estaba tomando forma física, obligando a las nuevas almas a despertar con recuerdos fragmentados y emociones que las confundían y las enfurecían.

Elías tomó su mano, tratando de calmarla, pero también sintió cómo el poder dorado del eco vibraba en todo el valle.

—No solo es despertar… —dijo con voz grave—. Es un juego.

—Y alguien lo está controlando —agregó Amara, mirando la niebla que parecía moverse con voluntad propia.

De pronto, una sombra se formó frente a ellos, más tangible que antes.

Lucien apareció, con la calma helada que los había acompañado en sueños y recuerdos:

—Cada alma que despierta es un movimiento en mi tablero —dijo, con sonrisa inquietante—.

Ustedes creen que lo guían… pero es solo el eco llamando, recordando… y yo soy su árbitro.

Amara y Elías se miraron.

—Entonces tenemos que jugar con él —susurró ella.

—O perderemos a todos —replicó él.

Las nuevas almas comenzaron a moverse de manera caótica: algunas lloraban, otras atacaban sin sentido.

Era imposible distinguir amigo de enemigo, y el eco ya no era solo una fuerza de amor: era un peligro físico y emocional que podía destruirlos a todos.

—Debemos conectar con ellas —dijo Amara—. Su memoria es frágil, pero podemos guiarlas.

—Y Lucien lo sabe —respondió Elías—. Está probando nuestra fuerza, nuestra paciencia… y nuestro amor.

El eco explotó en un destello dorado, iluminando el valle y proyectando las figuras de las almas como fantasmas vivos.

Cada respiración se sentía como un susurro de siglos, cada mirada cargada de recuerdos que no eran suyos.

Amara sostuvo el rostro de la joven y susurró:

—Confía… confía en nosotros…

Y en ese instante, una de las nuevas almas abrió los ojos, completamente dorados, igual que la primera vez que el eco los había tocado.

Era un presagio: el despertar se aceleraba y Lucien no tardaría en hacer su siguiente movimiento.




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