El valle amaneció inquieto.
La niebla no se movía. El viento no existía.
Era como si la naturaleza aguardara un desastre que ya sabía inevitable.
Amara despertó sobresaltada, su respiración entrecortada, y vio que Elías no estaba a su lado.
El eco vibraba dentro de su pecho como un corazón ajeno, pulsando más rápido de lo que podía soportar.
Bajó al taller y lo encontró de pie frente al lienzo, inmóvil.
Elías observaba una imagen que él NO había pintado:
un remolino dorado, desordenado, violento… y en su centro, a Amara, con el rostro tenso, atrapada entre sombras humanas.
—Elías… ¿qué es esto?
Él no respondió.
Sus ojos estaban perdidos, como si escuchara un llamado desde otra dimensión.
Amara se acercó lentamente y le tocó el rostro, obligándolo a regresar al presente.
—Mírame. Estoy aquí.
Elías respiró hondo, como si volviera del fondo del agua.
—El eco está cambiando. Ya no responde a nuestras emociones…
Está respondiendo solo.
Antes de que pudiera decir más, un grito estremeció la casa.
La joven de ojos dorados cayó al suelo, arqueando la espalda, mientras chorros de luz dorada brotaban de sus manos.
Las otras almas despertadas comenzaron a comportarse de forma errática:
algunas lloraban, otras reían, otras gritaban nombres que no pertenecían a esta época.
El eco estaba desbordándose.
Amara corrió hacia la joven.
—¡Respira! ¡Conéctate conmigo! ¡No te pierdas!
Pero la joven la miró con un rostro que no era el suyo.
Sus ojos dorados brillaban con una intensidad casi dolorosa.
—No es ella —dijo Elías, poniéndose detrás de Amara—.
El eco está usando su cuerpo para manifestar algo.
La joven habló con una voz que no le pertenecía:
—El tiempo ha despertado… pero ustedes no están listos.
Lucien dio el primer movimiento.
Amara sintió un frío punzante recorrerle la espina dorsal.
Elías agarró su mano con fuerza, como si temiera perderla.
En ese momento, la puerta se abrió sola.
Lucien entró sin ruido, sin sombra, sin peso.
Parecía hecho de luz y oscuridad a la vez.
—No vine a lastimarlos —dijo él, con una tranquilidad perturbadora—.
Vine a mostrarles lo que ustedes mismos han provocado.
Amara se interpuso entre él y las almas.
—¿Qué hiciste?
Lucien la observó con una mezcla insondable de admiración y tristeza.
—El eco no es una amenaza, Amara.
Es una respuesta.
Ustedes lo liberaron cuando unieron sus memorias en el ciclo anterior.
Yo… solo aceleré lo inevitable.
Elías lo enfrentó, el tono firme, peligroso.
—¿Para qué?
¿Qué ganas con esto?
Lucien sonrió con una melancolía que dolía.
—Quiero ver si el amor puede sostener lo que creó.
Ustedes dos lo iniciaron.
Ahora veremos… si pueden soportar su peso.
La luz dorada comenzó a arder alrededor de Lucien, envolviéndolo en un resplandor cegador.
—Prepárense —susurró—.
El eco elegirá… y no siempre elegirá a quienes ustedes aman.
Y desapareció.
El silencio que dejó fue más aterrador que su presencia.
Amara se dejó caer de rodillas, temblando.
Elías la sostuvo, rodeándola con ambos brazos.
—Nos quiere dividir…
—No lo va a lograr —dijo ella con determinación quebrada—.
Mientras te tenga… no lo va a lograr.
Elías apoyó su frente contra la de ella.
Su respiración se mezcló con la de Amara, y en ese contacto, una chispa dorada surgió entre ambos… pero no era suave.
Era violenta.
Desesperada.
El eco estaba respondiendo a su amor.
Y también estaba intentando romperlo.