Los herederos del eco

Cuando el eco respira

La noche cayó sobre el valle con una oscuridad demasiado densa, como si el cielo hubiera decidido cerrar los ojos.

No había viento. No había grillos.

Nada.

Solo silencio.

Un silencio que no era natural… sino consciente.

Amara despertó en sobresalto.

No por un ruido.

Sino porque alguien —algo— la estaba mirando.

Encendió la luz.

Pero la luz parpadeó tres veces y luego se apagó sola.

—Elías… —susurró.

No obtuvo respuesta.

El eco vibraba detrás de ella, pegado a su nuca, como un aliento frío.

Se levantó lentamente y salió al pasillo.

La casa estaba completamente a oscuras, excepto por un resplandor dorado que venía del taller.

No era normal.

No era el eco…

Era demasiado fuerte.

Demasiado vivo.

Entró despacio, con el corazón en la garganta.

Y lo vio.

Elías estaba de pie frente al lienzo.

Pero no era él.

Su cuerpo estaba rígido, su sombra proyectada contra la pared tenía otra forma —más alta, más delgada— y sus ojos…

sus ojos brillaban dorado, igual que las almas despertadas.

—Elías… ¿me escuchas?

Nada.

El lienzo frente a él estaba cubierto de escrituras en un idioma que Amara no reconocía.

Símbolos antiguos.

Líneas que parecían moverse solas.

Y en el centro… su propio nombre, repetido una y otra vez.

Algo se quebró detrás de ella.

Amara giró de golpe.

Las almas despertadas estaban en la puerta, observándola.

Pero sus rostros no eran humanos.

Sus expresiones oscilaban entre miedo, rabia y reconocimiento.

Sus ojos dorados brillaban como faros en la oscuridad.

—El eco… respira —dijo una de ellas con voz distorsionada.

Amara retrocedió.

—¿Qué significa eso?

La joven que habían rescatado dio un paso adelante.

—Significa… que ahora puede usar lo que ama.

Y lo que más ama… —señaló a Elías— es él.

Elías cayó de rodillas, como si una fuerza invisible lo estrangulara desde dentro.

Amara corrió hacia él, pero las almas despertadas le bloquearon el paso.

—No lo toques —dijo una con voz baja, aterradora—.

Lucien ha dado el segundo movimiento.

Y ahora el eco quiere entrar en ti también.

Amara sintió un golpe de miedo tan fuerte que tuvo que apoyarse en la mesa para no caer.

—¡Déjenme pasar! —gritó, la voz quebrada.

Pero las almas avanzaron hacia ella, las pupilas contrayéndose como si olieran su miedo.

De pronto, la luz dorada del lienzo explotó.

Un rugido llenó el taller.

Las ventanas temblaron.

La casa entera pareció inclinarse, como si una fuerza gigantesca la estuviera empujando desde fuera.

Elías levantó la cabeza.

Pero ya no era él.

—Amara… —dijo con una voz que no era suya—.

No corras.

Él ya viene.

Un escalofrío le cortó la respiración.

—¿Quién viene?

Entonces lo escuchó.

Un susurro.

Un susurro tan suave… tan cercano… tan frío…

que sintió que le tocaba el alma:

—Yo.

La figura de Lucien apareció detrás de Elías.

Pero no caminó.

Simplemente estuvo ahí, como una sombra convertida en hombre.

Sus ojos brillaban oscuros, infinitos.

—¿Creíste que podías dominar el eco… sin que el eco te mirara? —susurró.

Amara retrocedió un paso.

Lucien avanzó uno.

—Hoy no vengo a luchar —dijo él, inclinando ligeramente la cabeza—.

Vengo a recordarles lo que olvidaron…

El eco no los necesita a ustedes.

El eco elige.

Las almas despertadas se inclinaron ante él como si reconocieran a un rey antiguo.

Lucien sonrió, una sonrisa que no traía invierno…

traía vacío.

—Elías es solo el comienzo.

Y tú, Amara… —la señaló con un dedo que parecía cortar el aire—

serás la llave o la ruptura.

Ella sintió cómo el eco se le clavaba en el pecho, como una mano helada.

Lucien se acercó a su oído.

Tan cerca que el tiempo pareció detenerse.

—Esta noche… el eco te probará.

Y si fallas…

él dejará de ser tuyo. Para siempre.

Un estallido de luz dorada sacudió todo el taller.

Las almas desaparecieron.

Elías se desplomó inconsciente.

Lucien… se desvaneció sin ruido.




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