Elías yacía en la cama, inmóvil, como si algo hubiera drenado la vida de su cuerpo sin tocarlo.
Su pecho subía y bajaba apenas, como si respirara bajo el agua.
Amara lo observaba, temblando, incapaz de comprender la magnitud del daño.
La joven de ojos dorados sostenía su mano con fuerza.
—Amara… él no está aquí.
—¿Dónde está? —susurró ella, con un nudo en la garganta.
—Dentro —respondió la joven, mirando el vacío—.
En el eco.
Amara sintió el mundo girarle.
El eco… respiraba.
Lo había visto, lo había sentido, pero jamás imaginó que podía absorber un alma viva.
—Lucien lo forzó —continuó la joven—.
Lo arrancó de su propio cuerpo para probarte.
Él lo dijo: “El eco elegirá”.
Amara apretó los puños.
Una furia silenciosa le quemó el pecho.
—Entonces entraré por él.
—No puedes —advirtió otra alma despertada—.
El eco no tiene forma. No tiene leyes.
Si entras… puede devorarte.
—No me importa —respondió Amara, la voz firme—.
Elías está ahí adentro.
Yo también estaré.
Su determinación estremeció la casa.
Una corriente dorada la rodeó, respondiendo a su decisión.
Las paredes vibraron.
Las sombras se encogieron hacia atrás, como si algo antiguo reconociera su valentía.
La joven de ojos dorados tocó su frente con delicadeza.
—Si entras… no verás recuerdos.
Verás verdades.
Las tuyas. Las suyas.
Y las del eco.
—Lo sé —susurró Amara—.
Y las enfrentaré todas.
La luz dorada estalló.
Cuando Amara abrió los ojos, no estaba en la casa.
Ni en el valle.
Ni en ninguna época.
Estaba en un espacio infinito.
Oscuro.
Silencioso.
Pero lleno de respiraciones que no pertenecían a cuerpos.
Era como caminar dentro de un corazón dormido.
Cada paso generaba un destello dorado.
Y cada destello desencadenaba una imagen suspendida en el aire:
Elías niño, mirando un océano.
Ella en otra vida, vestida de blanco.
Lucien llorando solo, hace siglos.
Y miles de almas conectadas.
Todas existiendo a la vez.
Todas atrapadas en un pulso que no era vida ni muerte.
El eco… era un útero eterno.
Y también un sepulcro.
Amara avanzó, la luz brotando de cada poro de su piel.
—Elías… ¿me escuchas?
Su voz se perdió en la oscuridad.
Hasta que un murmullo respondió:
—A…mara…
Giró de inmediato.
El eco se abrió como un velo…
y ahí estaba él.
Suspendido, atrapado, como si cientos de hilos dorados lo sujetaran.
Sus ojos estaban abiertos, pero no la veían.
Miraban a través de ella, como si estuviera viendo siglos en un solo instante.
Amara corrió hacia él, pero algo se interpuso.
Una silueta.
Elegante.
Silenciosa.
Fría.
Lucien.
Pero no su forma humana.
Sino su forma verdadera:
la primera alma.
La que creó el eco.
La que amó demasiado.
La que nunca fue correspondida.
La que construyó un universo con tal de no estar sola.
—Sabía que vendrías —dijo con voz de múltiples ecos—.
Porque tú… eres igual que yo.
Eres capaz de amar hasta quebrar las leyes del tiempo.
Amara no retrocedió.
—Suéltalo.
No tienes derecho.
Lucien se acercó, la mirada llena de una tristeza infinita.
—El eco no prueba a los débiles.
Prueba a los que pueden cambiarlo todo.
Y el amor que ustedes dos comparten…
es la fuerza más peligrosa que he visto.
—Tienes miedo —dijo Amara, comprendiendo la verdad.
—Sí —admitió Lucien—.
Porque si él despierta…
tú cambiarás el destino de todas las almas que vienen detrás.
Amara sintió una corriente de calor recorrerla.
—Y eso es EXACTAMENTE lo que pienso hacer.
Lucien la miró…
y sonrió.
Una sonrisa triste.
Aceptada.
—Entonces prueba que puedes.
Sálvalo.
Si lo haces…
el eco te reconocerá como su nueva guardiana.
Y yo dejaré de ser su dueño.
El eco tembló.
Elías gimió.