Los herederos: Luna de sangre

Capítulo 1: noche de tormenta

Las fuertes tormentas eran algo habitual en la región. El pequeño pueblo de Carpincho Ciego llevaba generaciones enteras aprendiendo a convivir con la lluvia persistente y los vientos implacables que, cada cierto tiempo, arrancaban carteles oxidados, desgajaban ramas viejas y obligaban a los habitantes a atrincherarse en el interior de sus casas. Sabían cerrar ventanas, asegurar puertas, apagar luces. Sabían esperar.

Pero aquella noche… aquella noche no se parecía a ninguna otra.

La oscuridad era absoluta. No había luna que se filtrara entre las nubes ni estrellas que ofrecieran consuelo. Un manto espeso y bajo cubría el cielo como una losa, aplastándolo contra los techos del pueblo. La tormenta descargaba con una violencia casi personal, y lo más inquietante no era su fuerza, sino su límite: más allá de Carpincho Ciego, en las colinas que rodeaban la región, el cielo permanecía extrañamente despejado, inmóvil, como si alguien hubiese trazado un círculo invisible alrededor del pueblo y decidido que toda la furia debía concentrarse allí.

El viento se colaba por las calles angostas, silbando entre las casas como si susurrara nombres olvidados. Empujaba la lluvia en remolinos caprichosos y hacía temblar puertas y ventanas con golpes secos, insistentes. Los relámpagos iluminaban el pueblo de forma irregular, revelando por breves instantes fachadas torcidas, postes inclinados, callejones vacíos… y sombras que parecían estirarse más de lo debido, como si no quisieran volver a su lugar cuando la luz se extinguía.

Cada trueno sacudía el suelo con un estruendo profundo, haciendo vibrar el pecho, no como un sonido, sino como un latido ajeno, invasivo.

La atmósfera no era solo inquietante.

Era incómoda.

Había algo en el aire, una sensación espesa que se adhería a la piel igual que la humedad, una certeza muda de que algo no encajaba. Era esa incomodidad que obliga a acelerar el paso sin saber por qué, la que hace girar la cabeza de repente, convencido de que alguien —o algo— camina justo detrás. Una presencia invisible parecía deslizarse entre la lluvia, observando desde algún punto imposible de señalar.

Cerca de la entrada del pueblo, donde el camino de tierra se rendía al barro espeso, una figura apareció bajo la tormenta.

No llegó caminando.

Simplemente estaba allí.

Se plantó en medio del sendero como si hubiera surgido del propio suelo, completamente inmóvil, indiferente al viento que sacudía su gabardina oscura y a la lluvia que la empapaba sin piedad. Su quietud resultaba antinatural, casi ofensiva, un contraste perturbador frente al caos que lo rodeaba.

El rostro permanecía oculto tras una máscara que cubría sus labios y parte de sus facciones, borrando cualquier rasgo humano reconocible. A la distancia, era más una silueta que una persona. No mostraba apuro, ni temor, ni curiosidad. Más bien parecía… expectante. Como alguien que regresa a un lugar conocido después de mucho tiempo.

Con un gesto lento y deliberado, llevó la mano al bolsillo de su gabardina y extrajo una pequeña brújula. Era un objeto antiguo, de metal gastado y bordes mellados, con un cristal opaco que había perdido la transparencia hacía décadas. Su superficie estaba grabada con símbolos torcidos, ajenos a cualquier idioma conocido, marcas que parecían retorcerse cuando un relámpago las iluminaba.

En cuanto la abrió, la aguja comenzó a girar.

No lo hizo con suavidad, sino de forma frenética, casi desesperada, chocando contra los bordes del mecanismo como un insecto atrapado. Giraba y giraba, incapaz de decidir un rumbo, como si el propio mundo se negara a ser señalado.

El sujeto observó en silencio.

Pasaron varios segundos. Tal vez más. El tiempo, en medio de la tormenta, parecía deformarse.

De pronto, la aguja se detuvo con un chasquido seco, abrupto, definitivo.

Señaló una sola dirección.

Hacia el interior del pueblo.

Hacia sus calles oscuras, sus casas cerradas, su silencio forzado.

—Interesante… —murmuró el sujeto, con una voz baja, apenas audible bajo el rugido del viento. Fue lo único que escapó de sus labios ocultos tras la máscara, y aun así, la palabra pareció quedarse flotando en el aire más tiempo del normal.

Cerró la brújula con cuidado casi reverencial y la guardó dentro de su gabardina. Luego comenzó a caminar. Su paso era tranquilo, medido, pero no dudoso. Cada bota se hundía en el barro con un sonido húmedo y pesado, dejando huellas que la lluvia se apresuraba a borrar, como si el propio camino quisiera negar que alguien había entrado al pueblo.

A medida que la figura se adentraba en Carpincho Ciego, la tormenta parecía cerrarse aún más sobre él, como un telón que se baja lentamente. Ninguna luz se encendió para recibirlo. Ninguna ventana se abrió para observarlo. No hubo ladridos, ni pasos, ni voces.

Solo la lluvia.

Solo el viento.

Y la inquietante sensación de que el pueblo, entero, contenía la respiración.

En el extremo opuesto del pueblo, lejos de donde el sujeto de la gabardina avanzaba bajo la lluvia, se alzaba una casa que no era ni demasiado grande ni demasiado pequeña, como si hubiera sido construida siguiendo una medida exacta que solo alguien muy antiguo recordaba. Destacaba entre las demás por su aspecto de chalet de campo, con paredes claras y un techo inclinado que parecía resistir la tormenta más por costumbre que por fortaleza. Daba la impresión inquietante de haber sido trasladada allí desde otro lugar… y desde otro tiempo.

Un amplio patio la rodeaba, poblado de árboles frutales que alguna vez debieron rebosar vida. Ahora, la mayoría yacía arrancada de raíz, esparcida por el suelo como cuerpos derrotados tras una batalla desigual. Las ramas desnudas se retorcían bajo el viento, golpeándose entre sí con un crujido seco que sonaba demasiado parecido a huesos quebrándose.

Lo verdaderamente curioso —y profundamente inquietante— era que la tormenta parecía ensañarse con aquel sitio en particular. La lluvia caía con más violencia, el viento giraba en espirales furiosas y los truenos estallaban justo sobre el tejado, uno tras otro, como si el cielo estuviera apuntando con precisión quirúrgica. Para quien supiera observar con atención, resultaba evidente: el corazón de la tormenta flotaba suspendido sobre esa casa, como si algo en su interior la llamara.




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