Stafford House, Londres. Mediados de 1868
Cuando era pequeña, pensaba que su madre debía amar mucho a su padre.
Ella dejaba de estar triste cuando padre aparecía, como cuando cualquiera de sus hermanos era recompensado con los chocolates finos del abuelo George. Se iluminaba como el sol cuando padre la tomaba del brazo o la besaba en la frente. No paraba de hablar cada vez que padre había logrado algo importante en la Cámara de Lores. Se podría decir que su madre era la excelencia de una esposa inglesa, lo mismo que se esperaba de su hija predilecta.
Sin embargo, Jane solía pasar largas horas durante la tarde, con algún libro abandonado en su regazo o un tejido que nunca terminaba, simplemente sentada frente a la ventana de su habitación. Observaba todo el glamuroso jardín del hogar y se ponía a pensar si, teniendo como referencia a su madre, había algo malo en ella.
No quería contraer matrimonio, lo veía como una atadura de por vida. Se dedicaría en su totalidad a su esposo, dejaría de hablar con su familia y, finalmente, aunque tuviera hijos, no se le permitiría amarlos tanto como debía amar a su esposo. No podría hablar con otros hombres de la misma posición de su marido y debería tener su permiso para entablar amistad con sus amigas. No podría oponerse a él, a pesar de que hiciera daño a quienes amaba y no estuviera de acuerdo. Su marido sería la ley y, lo peor sería que, cegada por el amor, lo aceptaría todo.
Se negaba a un futuro tan triste y solitario. Porque, ¿no era lo que pasaba con su madre? Existía por su marido, todo lo hacía en su favor. Y, aunque él nunca le había golpeado, a diferencia de John, Jane sabía que el amor entre esposos era mayor que el de un padre y su hijo.
—¿Nannie?
La voz de Cissy le hizo recordar su lectura. Había sido ese mismo libro el que la llevó a reflexionar sobre el amor. Lo cerró lentamente; se trataba de un cuento infantil sobre un matrimonio con un felices para siempre. Tan idílico.
Levantó el rostro y se encontró con los ojos curiosos de Cissy y Emma. Ambas gustaban de dormir en la habitación de la primera y, debido a que hoy su padre había felicitado a su madre, era obvio que la matriarca no tendría espacio en su corazón para dedicarse a ellas. Era deber de Jane preocuparse por sus hermanas menores.
—Nannie, ¿cuándo te casarás? —preguntó abruptamente Emma.
—Nannie tiene diecinueve años —siguió Cissy—. Madre se casó a los veintiuno.
—Te falta… —Emma trató de contar con sus dedos, pero para una niña de cinco años fue una tarea colosal. Volteó a preguntar a Cissy—. ¿Cuánto?
—Dos años. ¡Falta poco, Nannie!
No, ¡no! A Jane le faltaban muchos, muchos años para casarse. No quería pensar en los intentos de su madre por comprometerla desde que tenía quince años. La idea la llenaba del gran terror de, al final, arruinar su vida. ¿Qué sería de ella?
—¿Por qué no se van a dormir? —les contestó, tratando de controlar el temblor en su voz, y le dio un beso en la frente a cada uno—. Sueñen con cosas felices.
Mientras salía de la habitación con la lámpara en su mano, pudo escuchar que Emma decía “Soñaré con un esposo bueno”.
No pudo contener sus lágrimas. Sin siquiera hacer ruido, decidió ir al lugar en donde siempre sabía que tendría consuelo. El dormitorio de su hermano estaba alejado de la familia, en la otra ala de la mansión. El camino fue solitario, sin ningún sirviente presente. Lentamente, abrió la puerta, pero su corazón se detuvo al ver el lugar vacío.
Un pensamiento terrorífico llenó su mente. Su padre se había mostrado feliz, había besado a su madre y aún seguían juntos. ¿Acaso, el estado animado de su padre se debía a que ya había descargado los sentimientos negativos antes de hablar con su madre?
Sin quedarse más tiempo sin respuesta, Jane se apresuró a subir al último piso de la mansión, un lugar normalmente abandonado y que servía como depósito. La puerta estaba cerrada, pero Jane sabía que si lo intentaba, se abriría. Y así fue.
Dentro, todo habría estado en oscuridad si no fuera por la lámpara que aún cargaba. Caminó sin ruido entre los muebles y pinturas abandonadas del lugar. Todo estaba en silencio, y Jane podía escuchar hasta sus latidos del corazón.
Entonces, captó un movimiento. Se apresuró en acercarse, pero se detuvo abruptamente al ver lo que pasaba. Era su hermano, quien trataba de ponerse de pie, pero cada intento era nulo; volvía a caer al suelo.
Jane corrió hacia él y quiso tomarlo del brazo para ayudarlo, pero cuando su mano lo rozó, John saltó y se alejó de ella. Sus miradas se encontraron y Jane observó el rostro de su hermano, amoratado y con sangre seca, aunque lo que más le impactó fueron sus ojos llenos de terror, como si viera al mismo Diablo.
No era solo su rostro el cual presentaba un estado tan miserable. Su camisa antes clara, tenía rasguños y marcas de polvo y sangre. Su cuello y sus muñecas estaban llenas de moretones y Jane podía asegurar que su tobillo estaba roto, pues no era la primera vez.
—Jane —susurró su hermano, aún en el suelo—. Por favor, no llores.
Ella se tocó su rostro y, exactamente, se dio cuenta que había empezado a llorar. No demoró en dejar la lámpara a una distancia prudente. Se arrodilló frente a John y, de manera muy delicada, lo abrazó Las lágrimas fluían y sabía que no se detendrían por mucho tiempo.