Los Hermanos D'angelo [ahora en físico]

Capítulo 7

Cuando por fin sintieron que la furgoneta se detuvo, fueron jalados hacia el exterior entre empujones y golpes hasta caer en el duro concreto.

—Ya tenía ganas de verlos —dijo una voz asiática gangosa.

—¿Dónde estamos?, ¿quiénes son ustedes?, ¿qué quieren? —gritó Antoni.

—Tranquilos, no queremos hacerles daño, por ahora. Quítenles las capuchas.

Cuando pudieron ver, frente a ellos habían cerca de quince personas. Delante de todos había un oficial de policía y dos chinos, uno alto y con los cabellos apuntando hacia todas direcciones, el otro más bajito y calvo, los dos llevaban un traje negro completo. El policía tenía los brazos cruzados, vestía una camisa blanca con las mangas remangadas hasta el codo y unos lentes de sol.

—¿Qué mierda es esto?, ¿una fiesta de disfraces? —preguntó Antoni.

—¿Qué es lo que quieren? —Giancarlo no había dicho ni una sola palabra durante todo el trayecto, a diferencia de su hermano, que había dicho hasta de qué tipo de cáncer deseaba que murieran cada uno de los secuestradores.

—Ah… entonces ya sabemos quién es el más inteligente de los dos —concluyó el policía.

—Mi nombre es Qiang, y eso es todo lo que necesitan saber, el hombre que los trajo amablemente es mi mano derecha, Wong. Y él…

—Yo soy Caro —intervino—. Y ustedes dos son las personas a quienes estábamos buscando.

—Los hermanos D’angelo —remarcó Qiang.

—¿Se habían olvidado de mí? —gritó un viejo que recién estaba llegando al recinto.

Vestía un chaleco negro de lana muy sucio, unos pantalones vaqueros de mezclilla, unas botas cafés y una camisa blanca. Sobre su cabeza llevaba una gorra roja igual de sucia que toda su ropa. Tenía unas ojeras muy marcadas encima de una nariz grande y tosca que posaba sobre una barba y bigote grises muy largos que sobrepasaban su cuello.

—¿Cómo te enteraste de esto? —El chino se notaba sorprendido.

—Yo soy el que se encarga de venderles todas las armas que llevan en sus calzoncillos —dijo con una voz áspera y ronca. Su acento ruso era exagerado, por poco no se le entendían las palabras.

—Él es Dimitri, muchachos. Ya se enteraron de qué se encarga aquí.

—Todas las armas que ves por el lugar, las consiguen conmigo. —Dimitri se veía orgulloso.

—¿Seguiremos atados de las manos? —preguntó Antoni.

—Wong, quítales eso de las manos.

—Todos estamos aquí por las mismas razones —añadió Dimitri.

—Hacer dinero por debajo de la ley —dijo el chino mientras veía a Caro. Su acento era gracioso hasta cierto punto, cambiaba la letra r por la l en algunas ocasiones.

—Hacer más dinero del que podríamos hacer con un trabajo común —corrigió Caro.

—Cada uno lo ve cómo quiere.

—Hacer algo en lo que te sientas vivo —remató Antoni.

Todos en la sala lo voltearon a ver.

—¡Esa es la actitud, Toni! —rio Qiang.

—¿Qué es lo que quieren? —Giancarlo no podía confiar tan fácil, nunca lo hacía.

—Saber que ustedes no van a ser un problema, hijos de puta.

—Dimitri, no les hables de esa manera a nuestros invitados. ¿Ves por qué no te invitamos?

—Pues eso es lo que queremos.

—Es lo que tú quieres, Dimitri —corrigió Wong.

—Lo que nosotros queremos es crear una sociedad, muchachos. Que estemos juntos en esto. —Caro entró a la conversación.

—Exactamente —asintió Qiang—. Su negocio es muy rentable, obtienen buenas ganancias y grandes resultados. Si nos dan la receta de su píldora podremos fabricarla en masa, mi organización se encargará de distribuirla junto con la suya.

—Además —añadió Caro—, obtienen también la protección de la mismísima policía de Nueva York.

—Tiene que ser una maldita broma —rio Antoni.

—No suena tan mal de hecho —dijo Giancarlo.

—¿Te volviste loco? —Lo miró detenidamente.

—No les daremos la receta de nuestra píldora, los psiconauticos son exclusivos de los D’angelo. Pero…

—Creo que ya sé por dónde quieres llegar, muchacho. —El chino era demasiado inteligente.

—Podremos darles cierto porcentaje de nuestras ganancias. Es decir, ¿cuánto te paga el chino, Caro? Nosotros te podemos dar un ingreso de cientos de miles al mes. Lo mismo contigo, Qiang, si nos ayudas a la distribución y a la vez a la protección privada también te podemos dar un buen porcentaje.

—¿De cuánto estamos hablando? —se adelantó Caro. Era el tipo de persona que bailaba por dinero.

Qiang estaba callado, con la mano en la barbilla, pensando.

—Nos podríamos permitir, darles un quince por ciento a cada uno. —Giancarlo sabía que era una oferta que no podían rechazar.

—¿Qué? —El chino se quedó boquiabierto, no habría pensado en más de un cinco por ciento.




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