—¿Por qué no sólo compramos gente con el dinero que tenemos y vamos a Italia a matar a esos hijos de perra? —preguntó Antoni mientras iban en las furgonetas.
—Un hombre con dinero tiene poder superficial, un hombre con dinero puede comprar un ejército e ir a matar a sus enemigos, pero, una vez que haya cumplido su objetivo, ¿qué le quedará para después? —dijo sabiamente Rinaldi.
—De nada serviría ir a Italia a matar a los que tienen el poder de la mafia, porque nosotros no tenemos una. Debemos construir un imperio que suplante al del enemigo. Una vez tengamos aquí todo lo que necesitamos, el poder que requerimos y los contactos que se necesitan, podremos ir a reinar al otro lado del mar, recuperar lo que les arrebataron —agregó Aivor a lo que dijo su jefe.
—Y por eso ahora estamos aquí, cinco furgonetas repletas de chinos y rusos para ir a exterminar a la mafia que nos quiere quitar nuestro producto estrella —resopló Antoni sarcásticamente.
—Y hablando de exterminar. —Wong estaba con ellos—. Miren lo que Qiang les consiguió.
Sacó de un baúl unas hermosas Beretta Modelo 38 y le dio dos a Antoni y una a Aivor.
—¿Para mí y para mi hermano? —preguntó al recibirlas.
—No necesito explicártelo para que lo entiendas.
—Creí que serían unas Thompson o algo más clásico.
—Esas armas no son italianas, Antoni —corrigió Rinaldi.
—No hay algo más clásico que unas Beretta —añadió Aivor.
—Las Thompson son norteamericanas. —Wong miró de arriba abajo a Antoni.
—Bueno, vi muchas películas, lo reconozco.
Bajaron de la furgoneta con una capucha puesta en cuanto llegaron a su destino; una vieja fábrica textil a las afueras de Queens. Del auto de adelante salió su hermano Giancarlo también con una puesta. Llevaban una vestimenta completa de negro acompañada de una gabardina del mismo color.
La noche fría y oscura estaba sobre sus cabezas con una luna que apenas y se dejaba ver.
—¿Estás listo, hermanito? —Le preguntó cuando se acercó.
—Siempre lo estoy, Giancarlo —respondió mientras le entregaba una de las armas.
—Recuerden el plan —comenzó a decir Wong una vez los veinticinco sujetos del ataque se acercaron—; sigilosamente entrará el grupo uno por las ventanas de la planta superior, esperará a que los de abajo estemos en posición para comenzar a abrir fuego. Todos son enemigos deben morir a excepción de los últimos dos hombres que dejemos vivos, cuando eso suceda ustedes —dijo señalando a los hermanos—, se quitarán las capuchas y les dejarán ver que son los D’angelo, después los dejaremos ir para que difundan el mensaje y se enteren que nadie se mete con la mafia de los D’angelo.
—Ojalá fuera así de fácil como suena. —Antoni era muy pesimista.
—¡Andando! —ordenó Wong.
Rinaldi se quedó en la furgoneta esperándolos.
Los dos hermanos estaban con el grupo dos, es decir, los que estaban en la primera planta. Caminaron sigilosamente cerca de la pared del recinto. Era una construcción demasiado alta, tenía cerca de cuatro pisos, pero según los informes de Wong sólo se usaban las primeras dos. También según él, siempre solía haber cerca de treinta personas a esas horas de la noche. Por las afueras tenía muchas escaleras y varios faldones que llegaban casi hasta el piso, haciéndolos fácil de escalar. La fábrica se encontraba en una parte alejada de la ciudad, al costado de una carretera poco transitada.
Ya se lograban escuchas las voces dentro cuando se acercaron a una de las entradas. Abrieron la puerta de una manera sigilosa intentando hacer el menos ruido posible hasta que hubo suficiente espacio para que pudieran entrar todos en fila india.
Frente a ellos había varios hombres mezclando cosas en grandes ollas metálicas, tenían puestos guantes, cubrebocas y lentes de protección. Otros estaban descargando cajas, desempaquetando píldoras de color rojo y otros pocos tenían un arma en sus manos y patrullaban por el interior.
El grupo de los hermanos se esparció por todo el interior a puntos ciegos donde no podrían verlos los guardias, y una vez se posicionaron donde acordaron silbaron todos a la vez.
Antoni todavía ni siquiera se levantaba para apuntar a los enemigos cuando las balas comenzaron a volar por todos; la mayoría eran disparadas desde el segundo piso, no les dieron tiempo de reaccionar para defenderse, todo se basó en gritos de agonía, de susto y de dolor. El recinto se iluminó como si hubieran tirado fuegos artificiales en el interior.
Miró a Giancarlo quien estaba disparando también al son de sus gritos de guerra. Cuando finalmente se levantó para comenzar a disparar ya habían acabado con todos, había pedazos de carne, extremidades humanas, tripas y sangre esparcidas por todo el lugar, parecía que habían hecho explotar una bomba de pintura roja.
Comenzó a tener arcadas, el olor era insoportable a metal, pólvora y excremento.
—¿Estás bien, hermanito? —le preguntó Giancarlo.
—¡Por un demonio! —respondió mientras vomitaba.