—No puedo creer que Aivor les haya dicho eso —confesó Rinaldi.
—¿Entonces es verdad? —preguntó Antoni.
—Sí, es verdad, yo estaba en la mesa de al lado de ese trío de hijos de puta.
—¡Qué locura! —exclamó Giancarlo.
—Por favor, olvidemos eso —dijo Rinaldi—. Mejor cuéntenme, ¿qué es lo que les dijo Qiang?
—Eran más noticias de Caro en realidad.
—¿Qué dice? —Cambió la expresión de su rostro totalmente.
—Al parecer ha venido un Agente del FBI llamado Jacob Smith a abrir una carpeta de información acerca de por qué las bandas de droga han estado más activas aquí.
—¡Por un demonio! —Se sorprendió Rinaldi.
—Caro dice que lo tiene todo bajo control, pero que tengamos más cuidado, al parecer ya puso nuestros nombres al menos en una ocasión en la carpeta que ha abierto.
—Deberíamos irnos de aquí lo antes posible —sugirió Antoni.
—Todavía no podemos. No llevamos ni cuatro meses operando.
—Y ya tenemos más de lo que tienen las demás organizaciones de Nueva York, ¿por qué no lo entiende, señor Rinaldi? —Se notaba su frustración—. No quiero terminar en la cárcel ahora que ha empezado la vida que tanto he soñado.
—¡Pues este es el precio de la vida que tanto has soñado! —dijo mientras golpeaba la mesa.
Hubo un silencio incómodo en la habitación.
—Empiezo a creer que esto es más por su sed de venganza que por la nuestra. —Se levantó y se marchó de la habitación.
—Venga, Antoni —dijo su hermano—. Hablaremos sobre esto, Rinaldi.
Ambos salieron del lugar a grandes zancadas.
—¿Qué te pasa, Antoni? —le preguntó su hermano mientras lo tomaba del brazo y lo hacía girarse hacia él.
—¿Estás seguro de que esta organización es nuestra? —espetó.
—¡Por supuesto que lo es, pendejo! Nosotros movemos todo aquí, Rinaldi sólo nos aconseja. Te recuerdo que todo el plan es suyo, si no fuera por él seguiríamos yendo a trabajar a esa maldita fábrica de madera todos los putos días y yendo al bar de mala muerte a coger con chicas que probablemente han estado con más chicos que los que hay en la ciudad. Tenemos alto renombre, tenemos las mejores mujeres, todo el dinero que queremos, contactos que nos protegen las espaldas. Si no fuera por Caro ya estarías en prisión un par de veces por hacer escándalos cuando te emborrachas.
—Demonios, hermano. —Sabía que tenía razón—. Sólo estoy cansado de que me diga qué hacer…
—No nos está diciendo qué hacer, nos está aconsejando, eso es lo que hace una mano derecha, es lo que le hacía a nuestro padre.
—Vayamos al casino —dijo—, tengo ganas de apostar.
—Vamos, es mejor que despejes tu mente con esa mierda a que sigas pensando que Rinaldi nos quiere joder.
—Lo siento —dijo mientras abría la puerta de su auto, un hermoso Dodge Challenger.
«Y me estoy quejando de esto», pensó al cerrar la puerta.