Los Hermanos D'angelo [ahora en físico]

Capítulo 24

—Esta noche duerman en la misma casa —sugirió Rinaldi.

—Eso haremos —acató Giancarlo.

—Por supuesto, podemos quedarnos en la casa que compramos cerca de Queens, hermano.

—Todo esto ha sido muy repentino, pude conseguir sólo a veinte hombres para las primeras cuatro horas, después llegarán otros veinte y así serán cuarenta los que los protejan —dijo Nacho, quien estaba con ellos sacando armas de varios sacos.

—Serán suficientes, Nacho, de verdad lo agradecemos mucho.

—Perdón que lo pregunte pero… ¿Anne ayudará?

—Pero por supuesto que no —espetó Antoni—, ella no, pero su gente sí —corrigió rápidamente.

—Entendido, señor. Iremos al lugar de una vez, haremos un perímetro.

—Adelante, Nacho —asintió Giancarlo.

—Hasta entonces, señores. —Se retiró.

—Yo me quedaré aquí en la cárnica —dijo Rinaldi—, serían unos estúpidos si atacan nuestra sede principal.

—Lo estúpido sería quedarse en el primer lugar que se les va a ocurrir atacar. —Giancarlo lo regañó.

—Te irás con nosotros a la casa, ahora. Toma todo el dinero y larguémonos de aquí.

—Ustedes; saquen los maletines —ordenó Antoni a unos tipos que los escoltaban.

—Pero… —Intentó hablar Miguel.

—Pero nada —interrumpió Antoni—, te irás a nuestra casa y ahí te quedarás esta noche y las que sean necesarias.

—Ya le avisé a Caro —comentó Rinaldi a regañadientes mientras sacaba maletines de debajo de su escritorio—. Dijo que estará al pendiente de cualquier aviso de disparos para mandar a toda la policía, hasta que no haya disturbios no podrá movilizar sus tropas, según él, sería sospechoso.

—Será suficiente. Tenemos a todo Nueva York de nuestro lado.

—Ojalá nos los pudiéramos llevar a Italia —susurró Rinaldi.

—En Italia nos irá mejor —replicó Antoni.

—Está todo listo, señores —anunció el sujeto que subía las maletas al auto.

—Entonces vámonos —ordenó Giancarlo.

Salieron casi corriendo de la cárnica y se subieron directamente en el auto que conducía Aivor, Rinaldi en el asiento del copiloto y los hermanos en la parte de atrás.

Pisaron el acelerador y comenzaron a avanzar directo a su casa en Queens, se sentían observados desde cualquier lado al que volteaban.

Llegaron sin contratiempos y tenían su hogar a un par de casas de distancia.

—Creo que ustedes no lo notaron pero en el auto que acabamos de pasar hay cuatro tipos adentro —dijo Aivor. La noche estaba muy oscura.

—Entendido, desde aquí puedo ver a Nacho, déjanos en la puerta y entraremos corriendo.

—Si alguien los ataca en una propiedad suya, tendrán los ojos de todo mundo sobre sus espaldas. Un ataque a los descendientes de una familia de la mafia italiana es una gran ofensa. —Rinaldi se desabrochaba el cinturón para bajar.

—Si alguien se atreve a atacarnos en nuestro propio hogar ya no nos quedaremos mucho más tiempo aquí, Rinaldi —dijo Antoni.

—Y tendremos que adelantar el viaje a Italia. Sería una burla que nos ataquen y no dar respuesta.

—¡Ahora!, ¡bajen! —ordenó Aivor.

Salieron a toda prisa del vehículo y entraron. Pasaron la valla de madera que rodeaba la casa hasta llegar a la puerta principal después de caminar por un patio de unos diez metros. Llegaron sin problema alguno, en el interior ya había un par de hombres de Nacho.

—Afuera de la cerca dejé a diez hombres, hay otros diez aquí adentro. Tengo entendido que la señorita Anne ha dejado a sus hombres en la cárnica en caso de que quieran atacar allá. —Nacho entró empuñando un subfusil.

—Con eso será suficiente, Nacho, te lo agradecemos —señaló Giancarlo.

Ambos hermanos sacaron sus armas de la parte trasera de su cinturón; unas hermosas M1911.

—¿Ahora simplemente esperamos a que nos ataquen?

—Sí, Rinaldi —dijo Nacho—, tenemos que esperar.

—¿Cómo sabemos que van a atacar hoy? —Preguntó uno de los hombres que estaban adentro con ellos.

—La carta no la dejó el cartero sino algún enemigo. No estaba en el buzón, estaba en la ventana del auto del señor Rinaldi. Es una amenaza directa, si no atacan hoy, lo harán mañana o quizá…

No alcanzó a terminar cuando un disparo entró directo por la ventana frente a la que estaban, impactando en el hombro de Miguel Ángelo.

—¡Llegaron! —gritó Antoni.

Rápidamente se agachó a ver cómo estaba Rinaldi, parecía que el disparo no dio en ningún lugar vital, así que podría sobrevivir. Lo arrastró hasta detrás de uno de los sillones, donde pudiera estar resguardado.

Los disparos comenzaron a sonar, y de nuevo, se quedó sordo ante los estruendos, pero esta vez sí se levantó a pelear.

Al asomarse de detrás del sillón apuntó el arma hacia la ventana, que estaba más llena de agujeros ya, e intentó divisar a algún enemigo, pero en la negrura de la noche sólo podía ver las estelas de fuego que dejaban las balas que pasaban frente a él.




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