Los Hermanos D'angelo [ahora en físico]

Capítulo 25

—No es por nada pero justo para esto es para lo que necesitan a un abogado —dijo Santafé mientras dejaba su maletín en la mesa de interrogaciones frente a los hermanos D’angelo.

—Venga, Rumualdo, déjate de tus mierdas y ayúdanos.

—Eso haré, Giancarlo. Tengo preparados aquí unos documentos que abalan que ustedes son tan sólo otras víctimas más de la delincuencia de Nueva York. Podrán salir como si nada.

—¿Así como si nada? —preguntó Antoni. No lo podía creer.

—Sí, así como si nada. Ustedes tan sólo se defendieron, usaron las armas de sus enemigos para su defensa, los tipos que están afuera y dentro muertos no tienen nada que ver con ustedes y eran atacantes más.

—¿Qué hay de los hombres de Nacho que quedaron vivos?

—Seguridad privada que trabaja para ustedes, son los dueños de uno de los mejores casinos del estado.

—Mierda, ¿así de fácil nos vas a sacar de esta? —Antoni estaba atónito.

—Y sin pagar a la policía absolutamente nada —rio. Disfrutaba de su trabajo—. Ahora, ya les dije a los demás qué es lo que deben decir cuando los interroguen, es su turno.

—Adelante —apresuró Giancarlo.

Después de las interrogaciones los dejaron salir como si nada hubiera pasado.

—Después de lo de anoche perseguimos a unos cuantos tipos más, todos italianos —comentó Caro mientras estaban en la puerta—, los tenemos capturados ya y justo ahora los estamos interrogando. Le diré al agente Jefferson que tome a uno de esos bastardos y se los lleve a ustedes. A ver si le pueden sacar más información de la que nos dará a nosotros.

—Eso estaría genial —dijo Aivor con un tono de voz que hacía notar su demencia.

—Y nadie se preocupará si no vuelve a aparecer —terminó de decir en medio de una sonrisa el jefe de la policía.

—Entendido, gracias Caro, nos has salvado la vida —agradeció Giancarlo.

Antoni sólo asintió y después se marcharon.

—Aivor, avisa a Jefferson que lleve al tipo a la fábrica que está a las afueras de la ciudad, donde una vez intentaron replicar nuestra formula de los psiconauticos.

—Así será, señor Giancarlo.

Los hermanos fueron directo al hospital a ver qué tal estaba Rinaldi. Al llegar, el anciano estaba en cama viendo la pequeña televisión que había en la habitación, jamás habían notado lo viejo que realmente era hasta verlo ahí.

—Todo mundo se ve terrible estando postrado en una camilla de hospital —declaró Rinaldi. Notó que se le quedaron viendo.

—Perdón —contestó Giancarlo al salir de su estupor—. ¿Cómo estás? —Se acercó al sofá que estaba al lado de su cama.

—He estado mejor, ya no soy tan joven como para soportar disparos —gruñó.

—Y de nuevo por gente de los Florenci —recriminó Antoni, quien estaba en la puerta de la habitación recargado en el marco con el hombro y jugando con su reloj de bolsillo.

—Y de nuevo por esos malditos bastardos —declaró.

—Mencionó Anne que también atacaron la cárnica —comentó Giancarlo.

—No había nada ahí que nos pudiera comprometer ni a nosotros ni al plan realmente.

—Además de que ni siquiera pudieron entrar —añadió Antoni—. La gente de Anne los hizo mierda antes de que pudieran cruzar la puerta.

—Ahora lo malo es que abrieron un expediente de investigación hacia nosotros, Caro hace lo que puede pero a final de cuentas tiene que rendir a sus superiores.

—Carajo —se quejó Rinaldi. Se movió un poco en la camilla para quedar más recto.

—Eso implica —agregó Giancarlo—, que no podemos salir del país al menos en los próximos dos meses.

—Esperemos que sólo sea ese tiempo y no más, no podemos atrasar el plan.

—¿Cuándo te darán de alta? —preguntó Antoni.

—Parece que mañana, sólo me dejarán aquí hoy para verificar que no tenga alguna infección o algo así.

—Está bien, mudamos todo a la casa de Manhattan, Aivor ya sabe a dónde llevarte.

Rinaldi asintió.

—No me puedo creer que esos cabrones hayan atentado contra nosotros —declaró Giancarlo.

—Son gente sin alma, despiadados. No les importa nada más que su propio pellejo.

—Ya lo veo. Esto no se quedará así, van a pagar por todo lo que hicieron.

—Nos encargaremos de aniquilar a cada maldito integrante de esas familias, a cada asesino que les haya servido y a cualquier persona que haya estado a favor de lo que nos hicieron a nosotros y a nuestros padres. —Antoni empuñaba el reloj con fuerza.

—Así será, Antoni —asintió Rinaldi—, yo más que nadie quiero que así sea.

 




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