La tensión se palpaba en el ambiente. Todos estaban formados fuera de la casa de los D’angelo esperando los camiones para subirse en ellos e ir a la residencia de los Florenci. Comentaron en la tarde que ya habían sido avisados, y que por ende, habían aumentado las defensas de su casa. Ya no tenían a su favor el factor sorpresa.
Tocó el turno de que Jacob subiera a uno de los autobuses, tenía una pistola en el cinturón, un fusil de asalto colgado en la espalda y un par de granadas en una pechera. Todos iban armados hasta el tope. Había escogido subirse en el último camión, por lo que al entrar vio a los D’angelo y a Aivor subirse a una camioneta tras él.
—Adelante, avancemos —se escuchó la voz de Aivor en la radio del transporte.
Comenzaron a andar hacia el lugar del destino, Jacob estaba sudando. No podía creer que estaba peleando por la gente a la que iba a capturar.
—¿Estás bien? —le preguntó Giancarlo.
—Ni todos los besos del mundo son suficientes para despedirte de la persona que amas —resopló Antoni.
—Volveremos, hermanito, tenlo por seguro.
—Lo sé.
—Y dejamos cincuenta hombres protegiendo la casa, ella estará a salvo con Rinaldi y los demás jefes de las familias.
—Me hace estar más tranquilo, de verdad, gracias Aivor.
—Sabes, si volvemos sanos y salvos, yo mismo seré quien te la lleve al altar, hermano.
Antoni no pudo evitar sonreír, Giancarlo por fin había aceptado su relación con Anne.
—¿Lo dices enserio? —preguntó.
—Me he dado cuenta de que de nada sirve que esté en contra si ustedes de verdad se aman. Los errores del pasado no deben perjudicar el presente, si no los estaríamos viviendo dos veces.
—Tienes razón… aun así perdóname por no haberte hecho caso aquella vez, fue muy tonto de mi parte.
—Si cuando me enamore esa persona especial no me deja tonto, no creeré que sea amor.
—Cabrón.
—Estamos a cinco minutos señores, recomiendo que tengan sus armas listas y cargadas —anunció Aivor por la radio y a ellos a la vez.
—¿Tú estás nervioso, Aivor? —preguntó Antoni.
—Por primera vez estoy nervioso de hacer algo, señor Antoni. Y no es por la posibilidad de morir, sino de fallarles a ustedes.
Giancarlo le puso la mano en el hombro.
—Nunca nos has fallado, Aivor, y al contrario, ya hiciste tanto por nosotros que te estamos en deuda de por vida.
El ruso esbozó una sonrisa.
—¡Atención cabrones! —gritó el conductor—, ¡ya oyeron al jefe! ¡Todos con sus armas listas! ¿¡Ven esa puta mansión de allá!?
Todos dijeron que sí.
—¡Debe quedar destruida, hijos de perra! ¡Es la mansión de los Florenci! ¿Ustedes creen que esas son dulces lámparas? ¡Pues no! ¡Son hijos de perra con linternas que están deseando ver a alguno de ustedes para cogérselo por atrás! ¿Quieren morir con el culo abierto?
De nuevo todos hablaron a la vez diciendo que no.
—¡Pues yo tampoco! ¡Acabemos con esos hijos de perra! ¡Nosotros entraremos junto con los D’angelo por la parte sur! ¡Ahora! ¡Abajo, abajo, abajo! —rugió en cuanto el camión se detuvo.
Jacob sentía una presión en el pecho incontrolable.
—¡A por todo o nada! —le dijo Todd tras darle un codazo en su brazo.
—¡A por ellos! —gritó Jacob, la voz se le quebró a media oración. Demostrando su miedo.
Salieron del camión y corrieron hacia la parte sur de la casa. Los disparos ya habían comenzado a sonar desde que el primero de los camiones arribó en la parte norte.
Jacob miró a sus espaldas, tras él estaban corriendo los hermanos D’angelo y Aivor.
«Un tiro a cada uno y nadie sabrá que fui yo… —se dijo mientras corría—, pero, ¿es realmente lo que quiero? ¿Haber vivido una semana en la vida de mis enemigos me hará perdonarles mil años de enemistad?», dudaba.
Escuchó un par de balas rozar cerca de su cabeza, por lo que decidió concentrarse en el combate.
Cuando se posicionaron detrás de la casa, se dieron cuenta de que tenían varias torres improvisadas donde había gente con francotiradores.
—¡A las torres! ¡Acaben con ellas! —ordenó Aivor.
Con un frenesí que jamás había sentido, oprimió el gatillo de su metralleta y descargó todas las balas contra la gente que estaba en las torres. Detrás de él podía escuchar los gritos de guerra de los D’angelo.
—¡Esos hijos de perra matarán a muchos si no hacemos algo! ¡Vamos! —gritó Giancarlo y comenzó a acercarse a la valla que rodeaba la casa seguido de su hermano y de Aivor.
—¡Lance granadas a la base, señor! —sugirió el ruso.
—¡Que buena idea, la puta madre! —exclamó Antoni.
Los hermanos se colocaron pegados a la cerca y sacaron una granada cada uno… hasta que se dieron cuenta de que no sabían cómo usarla.