A la mañana siguiente, Ciro la llevó a conocer Roma, paseándose por cada sitio que visitaron hacía diez años, cuando se conocieron. También escudriñaron otros por primera vez. Al italiano le parecía alucinante los efectos del amor. Cómo podía estar fascinado por la capital de su propio país como si se tratase de la octava maravilla a penas descubierta. Sabía que esa fascinación la sentía por Bethany. A su lado todo, hasta lo más mínimo, era fascinante, pero nada la superaba a ella. Si su padre no se había enamorado de nadie fue porque en su vida no se encontró con alguien como Bethany.
Acudieron a una terraza para deleitarse con un delicioso almuerzo al mejor estilo de Italia y con una prodigiosa vista de la ciudad.
-Simon. -Dijo Bethany repentinamente durante la comida. Ciro repudiada hablar de los muertos.
-¿Qué ocurre con él?
-¿Te parece si llamamos así a nuestro hijo? -Ésto no lo hizo más feliz. Cómo deseaba que perdiera la idea de ser madre, pero sabía que era imposible. Se limpió la boca con una servilleta.
-Creo... -Empezó a hablar pretendiendo decirle la verdad: que el no quería ser padre. Sin embargo, no podía romper sus ilusiones. -Creo que hay que indagar otras opciones, quizás más italianas.
-Podría llevar dos nombres. -Resolvió Bethany. Su esposo se limitó a sonreír y se volcó en su plato de ravioles. Para su infortunio el interrogatorio no terminaba. -¿Cuándo fue la última vez que viste a mi hermano?
-No lo recuerdo. -Dijo breve, sin detenerse a mirarla. Bethany ya notaba que mentía. Perdió su vista en la ciudad intentando no obsesionarse, pero era difícil. Si se detenía a relacionar las ideas, Simon había sido asesinado y los hermanos Tonali habían amenazado con asesinarla.
-No. -Dijo en voz alta, ordenando a su mente parar con las especulaciones que solo le hacían daño.
-¿No qué? -Preguntó Ciro, curioso.
Bethany alzó sus ojos hacia su esposo. No parecía alguien dispuesto a quitarle la vida a otra persona, aunque Brahim no compartía su misma inocencia.
-Pensaba en voz alta, olvídalo. -Dijo ella.
-Después de aquí tenía pensado visitar la galería Riffo. -Dijo Ciro pasando una mano por encima de la mesa para tomar una mano de su esposa.
-¿Eres fanático del arte?
-No en realidad. Pero el director de la galería es mi amigo y me mataría si no pasara a saludarlo. -Explicó dejando en claro que era una obligación más que un placer. A Bethany no le pareció un mal plan.
Al terminar los postres, su chófer privado los llevó a la galería Riffo que exponía las más icónicas pinturas de la historia Europa. Ciro se separó de su esposa para ir a saludar a ese amigo suyo, mientras tanto ella se quedó en la planta inferior disfrutando del arte tanto como podía. Dejándose llevar por los colores y las formas antes que permitir a sus pensamientos divagar.
La noche anterior, cuando hizo el amor con su esposo, pudo recordar con precisión el primer contacto íntimo que tuvieron: la pasión que encendía sus cuerpos, los besos prohibidos que erizaban sus pieles y las caricias que destilaban fuego. Sin embargo, en segundo plano, advertía otra sensación que no sabría cómo explicar. Algo muy similar a la culpa, como si lo que estaba haciendo fuese malo. Tal vez su primer encuentro no había sido inocente.
Sintió las manos de Ciro posándose en su delgada cintura, por la espalda.
-¿Cómo te fue? -Preguntó Bethany que miraba una pintura de muchos colores y ninguna forma colgada en la pared.
-Bien. -Dijo breve, inclinando la cabeza para llenarle el cuello de húmedos besos, tumbando las defensas de su esposa quién echó la cabeza para atrás regocijándose en su sutil contacto. -Te deseo. -Murmuró contra su piel.
-Nos pueden ver. -Se percató del detalle. Ciro levantó la cabeza.
-No me tientes, mio caro, porque puedo vaciar todala galería para nuestra comodidad. -Ella se rió sutilmente y lanzó una de sus manos a su nuca para acariciarle el cabello.
-Se me ocurre una mejor idea. -Masculló.
Lo tomó de la mano y lo llevó por corredores y una segunda sala de exhibición hasta llegar a un pequeño cuarto privado que había visto por coincidencia durante su recorrido. Tal parecía que era la sala donde recomponían las pinturas.
Bethany se dejó de preámbulos y fue directamente a quitarse el vestido negro con atavíos de diamantes. No llevaba brasier, solo bragas de algodón que enardecío al italiano. Se subió encima de una mesa sin importarle los instrumentos y otros objetos que tiró al suelo descuidadamente. Ciro pasó el seguro de la puerta y caminó hacia su esposa viéndola con deseo. Se despojó de su camisa de botones y aflojó su cinturón, luego atrapó su boca con la suya y exploró su anatomía con sus manos.
No tardaron en fusionar sus cuerpos en un todo y perderse en las sinfonías de sus voces reducidas en gemidos y gruñidos. Una vez no les bastó, alcanzaron el éxtasis en más de una ocasión y todas esas veces en armonía, ratificando a Ciro que la dama de fuego era su otra mitad. La persona atada al otro extremo de su hilo rojo. Con ninguna otra mujer había compartido los placeres de la carne en tan perfecta sintonía como lo hacía con Bethany.
Estaban destinados a una vida juntos y Ciro juraba en nombre de su Dios que así sería. Solo la muerte iba a poder separarlos.