Con doscientos mil euros en el bolsillo, Michael había vivido los últimos meses como una celebridad: viajando, yendo y viniendo a fiesta, bebiendo alcohol por montones y consumiendo otras sustancias, a todo esto le sumaba la agradable compañía femenina de algunas mujeres que a cambio de dinero hacían lo que fuera. Pero no era tonto, sabía que a la sombra de su regodeo acechaban las consecuencias. Había vendido información valiosa a la mafia italiana habiendo una agente del FBI en peligro. Por eso no se sorprendió cuando vio una patrulla del BND (Servicio Federal de Inteligencia en Alemán) aparcando a las afueras del hotel cinco estrellas en el que se alojaba por más siete días.
Profirió una maldición y se apresuró a guardar en un pequeño bolso de gimnasio un par de fajos de billetes y algunas prendas de oro y plata, cualquier objeto de cuantioso valor. Sus días de júbilo habían llegado a su fin, ahora debía rendir cuentas a mandos superiores. Aunque no eran las autoridades a lo que temía, en realidad era a los hermanos a quienes tenía verdadero miedo. Había aceptado dinero a cambio de su silencio. Era casi como haber firmado con sangre un contrato de vida. Con su pequeña maleta de fuga lista, Michael emprendió su huida. Era pésimo para suponer qué harían los oficiales, así que procuró normalidad a pesar de que su agitado corazón le pedía correr con más prisas.
Esperaba a que las puertas del ascensor se abrieran, pero en la angustia del momento solo podía imaginar que al abrirse se encontraría de frente a los federales. Que se abalanzarían sobre él hasta haberlo sometido en el suelo, inmóvil y con la dificultad de no dominar su idioma. El pánico empezó a invadirlo, subiéndole desde los pies para recorrer toda su espina dorsal. Prevenido a esta sospecha enfiló sus pasos hacia las escaleras, no tenía garantía de evitarlos, sin embargo quería creer que tenía más oportunidades de escapar. Su camisa de tirantes, sus pantaloncillos cortos y las zapatillas de playa que calzaba lo hacían parecer un turista promedio, quizás de un estilo despreocupado. Debía cuidar que su semblante no delatara a un hombre buscado por altos mandos de la policía extranjera, a pesar de que por dentro sus ganas de querer echar a correr gritaran más fuerte que la voz de la serenidad.
Antes de pisar el suelo de la recepción se asomó de medio cuerpo rastreando presencia policíaca. No vio a ningún agente. La principal entrada del hotel estaba abierta y libre de obstáculos, no había huéspedes, tampoco botones. Inclusive el robusto hombre que cubría la seguridad había desaparecido. Solo estaban las puertas que lo invitaban a dejar el hotel, nadie lo detendría. No podía ser un escape perfecto, no cuando buscaba huir de las autoridades a cambio de no expiar sus culpas, de evitar el castigo que bien merecido tenía. Intuía que había algo mal. Entonces un nuevo saboteo le sobrevino a la mente ¿Qué tal si todo era un plan de los federales? ¿Y si estaban espiándolo desde un rincón, imperceptibles, aguardando que corriera solo para tener una excusa y utilizar la fuerza? ¡Claro que no! Los federales no jugaban a las escondidas con los fugitivos, actuaban. Entraban en acción. Si estuvieran allí ya habrían saltado encima de él como una leona salta encima de sus presas.
Se armó de valor y puso un pie en suelo de recepción, solo era una pierna que parecía desprenderse de las hortensias artificiales situadas a un lado de las escaleras, nada realmente estridente. Lentamente el resto de su cuerpo fue saliendo de detrás de la planta decorativa hasta haberse expuesto, si alguien cruzaba por recepción en ese instante lo vería sin mucho esfuerzo. Pero para su fortuna nadie reparaba en él. Agradeció que la única recepcionista de la estancia prestara sus servicios a un par de clientes y tenía una fila esperándola, no tenía tiempo para ojear a sus lados y ver que un húesped se marchaba sin antes haber registrado su salida. Recorrió la recepción con paso lánguido, siempre con su mirada agachada viendo cómo las baldosas de mosaico pasaban por debajo de sus pies en un pestañeo difuso. Eran cuadros gigantescos que parecían interminables. Michael se abstenía de mirar hacia sus espaldas por temor a mirar directo a los ojos de los federales, si estaban detrás de él, entonces no les quedaría otra opción que saltarle encima.
Cuando el aire fresco llenó sus pulmones y las baldosas cambiaron por el tapete rojo que daba la bienvenida al hotel como si se tratara de la gala de los premios Oscar, el asustado hombrecillo levantó su cabeza notándose en libertad, llenándose de un eufórico deseo de elevar una exclamación de júbilo, pero no lo hizo. Tampoco miró hacia atrás. Hacia la derecha había una estación de servicios de taxi. Esa sería su vía de escape, pagaría un cantidad subnormal al chofer a cambio de llevarlo al fin del mundo, o lo que es lo mismo; a una estación de trenes. Sus ojos estaban anclados a uno de autos, como si su mirada tuviera una fuerza sobrenatural que lo mantuviera detenido. Las prisas que lo urgían le hacían parecer que la distancia entre él y el taxi era más amplía de lo que en verdad era, pero allí estaba, cada paso más cerca de lo que podía suponer. Su gran obstáculo era alcanzar el taxi, el resto sería simple, eso creía Michael.
Entró en pánico cuando notó a un raquítico hombre subirse por la parte del conductor. Casi de inmediato, el vehículo empezó a sacudirse. Se irí sin él.
-¡Alto! –gritó Michael queriendo detener su marcha. Pero el raquítico chófer de taxi no hablaba otro idioma, sí lo hablaban los federales cuya atención se vio atrapada por su alarido. Un hombre de complexión enclenque, estatura baja y piel obscurecida no pasaba desapercibido en un país donde predominaba la raza aria. Era su sospechoso.
-¡Se escapa! –gritó uno de estos hombres con un forzado acento norteamericano.
Michael echó a correr empujando a las personas que se interponían en su camino sin tener una idea clara de a dónde ir. Alemania era un gigante desconocido para él, desde sus calles hasta su lenguaje. Corría en línea recta esperando que un atajo se iluminara para él como una señal divina, con flechas de colores titilantes que lo condujeran a un muelle y al final de éste habría un barco pesquero al que saltaría en el momento preciso en que zarpara a aguas abiertas, a partir de entonces su vida se reiniciaría en un nuevo país con un nuevo nombre y otro aspecto. Pero no pasaba a ser algo más que la vigorosa imaginación de un hombre que había visto demasiadas películas.