La primera lección que aprendes en Imperium Academy no está en los libros.
No se enseña en los pasillos, ni se menciona en las aulas. Nadie la dice en voz alta, pero todos la entienden tarde o temprano.
Aquí, el poder no se otorga. Se toma.
Y aquellos que intentan desafiarlo, desaparecen.
Los rumores dicen que hace tres años, una estudiante trató de denunciar a alguien de la Cúpula Dorada. Intentó exponer algo que no debía ser expuesto. Al día siguiente, su casillero estaba vacío. Su nombre fue borrado de los registros. Cuando preguntaron por ella en la dirección, solo hubo un silencio incómodo.
Sus amigos dijeron que se había transferido.
Su familia nunca volvió a mencionarla.
Esa fue la última vez que alguien intentó cambiar el sistema.
Imperium Academy no es solo una escuela. Es un ecosistema cuidadosamente diseñado para mantener el equilibrio del poder. Cada uno tiene su lugar. Y los que no encajan... se convierten en un entretenimiento pasajero hasta que la academia los devora.
Los nuevos estudiantes lo aprenden desde el primer día.
Los becados, en especial.
—¿Ves esa mesa? —susurra alguien en el comedor, con la voz baja, casi como si temiera que las paredes pudieran escuchar.
Un grupo de alumnos dirige la mirada hacia el centro de la sala, donde seis figuras ocupan la mejor mesa. El mármol pulido brilla bajo la luz de las lámparas doradas, separándolos del resto como dioses en un Olimpo moderno. Nadie se acerca. Nadie los interrumpe.
Son los herederos de las familias más poderosas del país. Empresarios, políticos, jueces, magnates. Sus nombres están en los titulares de los periódicos, en las portadas de las revistas financieras. Sus apellidos son moneda de cambio en el mundo real.
En Imperium, son la ley.
Y en el centro de ellos, con un vaso entre las manos, está Killian Laurent.
Su risa es tranquila, como si el mundo girara en torno a él. No es el tipo de persona que necesita alzar la voz. Su presencia lo hace todo. Su simple mirada puede ser una sentencia.
Un estudiante se levanta de una mesa cercana, con la cabeza gacha, caminando con pasos medidos. Hay algo en la tensión de su espalda, en la manera en que su mandíbula está apretada. Sabe lo que viene. Todos lo saben.
En cuanto pasa junto a la mesa de la Cúpula, un pie se mueve en su camino.
El chico tropieza. La bandeja de comida se estrella contra el suelo con un sonido seco.
Nadie se ríe.
El comedor entero contiene la respiración.
El chico se queda en el suelo por un segundo demasiado largo. Sus manos tiemblan cuando recoge la bandeja. No dice nada. No protesta. Solo recoge los restos de su dignidad y se aleja.
Las figuras en la mesa lo observan con una sonrisa casi aburrida. Para ellos, esto no es maldad. Es rutina.
Alguien en la mesa de los becados se estremece.
—Si eres listo, no los miras. Si eres aún más listo, ni siquiera existes para ellos —dice alguien en un murmullo.
Otro estudiante observa la escena con el ceño fruncido.
—Esto es una escuela. No pueden hacer lo que quieran.
La respuesta es una carcajada seca.
—¿No has entendido nada, cierto? Esto no es una escuela. Esto es Imperium.
Y en Imperium, los monstruos no se esconden.
Ellos gobiernan.