Los hijos de Imperium

08 | Las primeras grietas

La madrugada había llegado sin aviso y sin tregua.

El ala de los becados, con sus pasillos estrechos y habitaciones mínimas, se mantenía en silencio incluso a esa hora en que el resto de Imperium aún dormía. Todo ahí parecía más viejo, como si el lujo de la academia evitara tocar aquel rincón por simple desprecio. Las duchas comunitarias olían a cloro y a resignación.

Kaira despertó antes que su despertador. Sus ojos, abiertos en la oscuridad, no buscaban el reloj. Buscaban certeza. O quizá fuerza. No encontró ninguna.

Había dormido poco. O nada en absoluto. Aún sentía el cosquilleo áspero de las miradas de todos clavándose en su nuca como agujas. La pantalla encendida, su rostro en primer plano, la palabra MARCADA parpadeando como una sentencia pública. Los susurros disfrazados de risas. Los aplausos. Todo había sido demasiado claro.

Y sin embargo, lo peor no había sido eso.

Lo peor fue el silencio de después.

Nadie escribió. Nadie llamó. Nadie tocó la puerta.

Ni siquiera para burlarse.

Porque no lo necesitaban, ya la habían exhibido. Ahora, solo tenían que observar cómo se derrumbaba sola.

Se sentó al borde de la cama. El suelo estaba frío bajo sus pies. No encendió la luz. No se miró al espejo.

Solo tomó la toalla, el uniforme, y salió.

El pasillo la recibió con ese mismo olor metálico a humedad. El sonido lejano de una ducha abierta. Las becadas de otros años ya se habían levantado. Iban por delante. Siempre iban por delante.

Entró al baño sin esperar cortesías. Las duchas eran cubículos separados por paneles viejos, apenas opacos. Las voces cesaron apenas se oyó la puerta.

Se desvistió en silencio, como el resto.

Algunas de las chicas ya se duchaban. Ninguna la miró directamente, pero los hombros se tensaron. Una cerró la cortina con más fuerza de la necesaria. Otra bajó la temperatura de su ducha al mínimo y salió rápidamente, con el cabello aún mojado y los ojos clavados al suelo.

Kaira entró al último cubículo.

El agua cayó helada. Como agujas. No hizo un solo gesto.

Solo apoyó la frente contra la pared de azulejos rotos y se obligó a respirar.

Cuando salió de las duchas, el sol aún no se decidía a salir del todo. La niebla flotaba baja, como si quisiera ocultar lo que estaba por venir.

Ben estaba allí.

Apoyado contra la pared del pasillo que conectaba con las escaleras, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, el cabello húmedo cayéndole sobre la frente. Su expresión era la misma de siempre: dura, cerrada, indescifrable. Pero sus ojos no mentían.

La estaba esperando.

Kaira se detuvo un segundo.

Él no dijo nada.

Solo la miró, como si eso bastara.

—¿Estás bien? —preguntó, al fin, su voz más baja que de costumbre.

Kaira no respondió de inmediato. Se ajustó el cuello del uniforme, se ató el cabello con una liga negra, y solo entonces levantó la mirada.

—¿Crees que alguien está bien después de eso?

Ben inspiró por la nariz. No tenía una respuesta para eso. Ninguna que no fuera una mentira piadosa.

—No te dejaron nada en la puerta, ¿cierto?

—No —respondió Kaira, seca—. ¿Te decepciona?

Él iba a decir que no. Pero tampoco quería fingir.

—Me preocupa. Es peor cuando se toman su tiempo.

Ella asintió. Y en ese momento, los pasos de Marla resonaron por el pasillo. Llegaba desde el ala izquierda, taza térmica en mano, la bufanda mal envuelta alrededor del cuello y esa expresión que mezclaba fastidio y autocontrol.

—Se están tomando su tiempo para algo —dijo sin saludar, sin mirar directamente—. Y no me gusta.

Kaira tomó la taza sin preguntar, bebió un sorbo. Estaba tibia. Café con más leche que café.

Marla no dijo nada más. No hacía falta.

Y fue entonces que vieron a Leyla.

Venía desde las escaleras, con su abrigo perfectamente abotonado, su cabellera roja en una perfecta coleta, el andar medido y silencioso como siempre. Sola.

No frenó al verlos. No hizo contacto visual. Pasó junto a los tres como si no los conociera.

Como si el espectáculo de la tarde anterior no hubiera sido nada.

Marla la siguió con la mirada, los labios apretados.

—Qué conveniente es el silencio para algunas —susurró.

Kaira no giró la cabeza, pero sus dedos se cerraron con fuerza en la taza.

No necesitaba decir nada.

Leyla había visto todo. Ella mejor que nadie sabía lo que significaba esa palabra proyectada en la pantalla.

Y ahora que le tocaba a Kaira, simplemente... caminaba. Elegante. Indiferente.

Ben no dijo nada. Marla tampoco.

Pero el silencio entre los tres tenía filo.

Y ya no era por miedo, era por rabia.

Ninguno la detuvo cuando giró hacia las escaleras. Nadie pronunció su nombre. Solo la siguieron con la mirada, como si intuyeran que cualquier palabra, incluso dicha con cuidado, podía hacerla estallar.

Kaira bajó las escaleras hacia el ala académica con el estómago vacío y los nudillos levemente tensos. No fue una decisión razonada. Fue instinto. No podía volver al comedor, no todavía. El recuerdo de su rostro en la pantalla, acompañado de aplausos y carcajadas, seguía tatuado en su memoria como una quemadura mal cerrada.

El pasillo que conducía al ala de ciencias estaba prácticamente desierto a esa hora. Solo algunos estudiantes de grados mayores se agrupaban frente a los casilleros de cristal, hablando en voz baja. Cuando ella pasó, las conversaciones se apagaron. Nadie dijo nada. Pero todos escucharon su presencia. Y todos se aseguraron de que ella lo notara.

La puerta del aula 4B estaba abierta. Kaira no se detuvo a pensar. Cruzó el umbral con la espalda recta y el rostro neutro. La clase de análisis político con el profesor Neville era una de las pocas que no compartía con Ben ni con Marla, y hasta hace unos días, eso no había significado nada. Ahora, era una sala hostil con sillas brillantes y enemigos disfrazados de estudiantes.



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En el texto hay: romance, academia, elite

Editado: 28.12.2025

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