Los hijos de Imperium

09 | Pedagogía del miedo

La mañana tenía ese brillo falso que solo existía en Imperium: cielos despejados, jardines perfectamente regados y sonrisas impostadas al paso. Pero Kaira ya había aprendido a no confiar en los días bonitos. En Imperium, cuanto más perfecta parecía la superficie, más podrida estaba por dentro.

Bajó junto a Ben y Marla por la escalinata de mármol que conducía al comedor principal, fingiendo que no sentía cómo su falda —recién lavada, aún con rastros de la tinta del día anterior— se pegaba a sus piernas con cada paso. Cada uno de ellos caminaba en silencio, no por falta de palabras, sino porque sabían que decirlas en voz alta las haría más reales.

Ben mascaba chicle con fuerza, los ojos escaneando el pasillo como si esperara una emboscada detrás de cada esquina. Marla llevaba la bufanda del uniforme mal enrollada, pero su expresión era tan perfecta como siempre: fría, medida, como una estatua diseñada para no mostrar grietas.

Kaira los sentía cerca, pero lejos. No por voluntad, sino por distancia emocional. Como si el día anterior hubiera marcado una línea invisible entre ellos y ella. Como si ya no caminara con ellos, sino entre ellos.

Cuando llegaron a la entrada del comedor, lo primero que notaron fue el silencio. No un silencio total —eso nunca ocurría en Imperium—, sino ese tipo de quietud tensa que precede a la caída de algo.

Las miradas se deslizaron como cuchillas apenas cruzaron el umbral. Un grupo de estudiantes fingió estar concentrado en sus tablets, pero los ojos brillaban de anticipación. Otro grupo, cerca de la fuente central, rió demasiado fuerte, como si alguien hubiera dicho un chiste que solo ellos conocían. Y probablemente así era.

Kaira inspiró por la nariz. Lento.

Siguieron caminando.

El comedor estaba decorado como siempre: mesas de mármol blanco, vajilla que probablemente costaba más que el sueldo anual de cualquier profesor, ventanales altos por donde entraba una luz dorada perfecta. Pero el aire se sentía distinto. Más pesado. Cargado de algo que no podía tocarse pero que sí podía saborearse.

Cuando llegaron a su mesa, lo supieron.

El lugar de Kaira, donde siempre se sentaba —junto a la columna, con vista parcial al jardín—, estaba ocupado. No por alguien. Sino por lo que quedaba de un mensaje.

Sobre el asiento, había restos de comida: arroz volcado, cáscaras de fruta, lo que parecía puré frío. Encima, una servilleta manchada de salsa, cuidadosamente doblada en forma de flor.

Y al lado, su bandeja. Vacía.

Solo una nota escrita en marcador negro, con una caligrafía deliberadamente desordenada:

“¿Todavía tienes hambre, Bolton? Come esto.”

Por un segundo, nadie se movió.

Kaira no dijo nada. Ni una palabra. Sus ojos recorrieron la escena sin pestañear. Su rostro, inmóvil.

Ben fue el primero en reaccionar. Su puño se cerró sobre la bandeja, los nudillos tensos.

—¿Quién carajo fue? —escupió, girándose. Pero todos seguían actuando como si no escucharan.

Marla no se movió. Solo desvió la mirada hacia una mesa cercana. Cuatro estudiantes de último año. Todos de familias importantes. Uno de ellos mordía una manzana con lentitud. Otro reía con la cabeza inclinada hacia su tablet, pero la risa era demasiado medida, demasiado sincronizada.

—Sabemos quién fue —murmuró Marla.

Ben se volvió hacia Kaira.

—Busquemos otra mesa. No tienes que...

Pero ella ya estaba retrocediendo un paso.

—No —dijo Kaira, cortante—. No me voy a quedar aquí.

Y sin embargo, su voz no tenía rabia. Tenía otra cosa. Algo más peligroso.

Dignidad. O una versión agotada de ella.

Giró sobre sus talones, lista para irse, pero Ben la siguió con reflejo inmediato.

Fue entonces que Marla lo detuvo.

—Si la sigues ahora, vas a hacer que parezca débil —susurró. Su voz era baja, pero firme.

Ben se detuvo. Su mandíbula temblaba.

Kaira no miró atrás. Caminó recto hasta la salida, con la cabeza alta, ignorando cada par de ojos que se giraban a observarla pasar.

Porque esa era la regla: no te atacaban para verte caer, sino para ver si podías caminar con la herida abierta.

Y ella acababa de demostrar que sí podía.

Al menos, por ahora.

Sabía a dónde ir.

No era la primera vez que buscaba refugio en los baños del segundo piso. No porque fueran más limpios —no lo eran—, sino porque estaban más vacíos. Nadie usaba ese ala entre clase y clase, y por eso, durante esos pocos minutos de tránsito, el eco de la cerámica y el agua goteando podían convertirse en su único espacio de respiro.

Esa era la idea.

No notó nada raro al empujar la puerta. Todo estaba en su lugar: los espejos con las esquinas oxidadas, el olor a desinfectante mezclado con fragancias caras de perfume, el zumbido leve de las luces. Pero había un detalle que el instinto registró un segundo demasiado tarde.

Silencio.

No de ausencia. Silencio... contenido.

Cuando entró del todo, la vio.

O mejor dicho, las vio.

Tres.

Paradas frente al espejo, como si se hubieran estado arreglando el cabello. Pero no lo estaban.

Ninguna hablaba.

Una de ellas cerró su gloss con un chasquido seco y se giró lentamente, como si hubiera estado ensayando ese movimiento.

—Pensamos que no vendrías —dijo la del medio. Alta, de labios carmesí y uniforme ajustado como si fuera una prenda de diseñador. Voz educada, pero hueca. Como de alguien que ya aprendió a parecer humana sin serlo.

Kaira no se detuvo. Solo bajó la mano del picaporte y la dejó al costado del cuerpo.

—¿Y si no hubiera venido? —preguntó.

La de la derecha, rubia, rió bajito.

—Entonces nos hubiéramos aburrido.

Y eso, al parecer, era peor.

La del lado izquierdo —más baja, rostro cubierto de pecas falsas y mirada opaca— se adelantó y cerró la puerta con un solo clic.

Kaira no se movió. Sabía lo que era eso.



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En el texto hay: romance, academia, elite

Editado: 28.12.2025

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