Viernes.
El aire en la academia olía a viernes como sólo podía hacerlo en una escuela que enseñaba a los herederos del país a disimular mejor que a sentir: a tabaco suave, colonia cara, papeles arrugados, y tensión acumulada.
La campana del primer bloque aún no había sonado, pero el ala académica ya estaba despierta.
No por entusiasmo.
Por estrategia.
Kaira salió de Crown Wing con el uniforme planchado, pero el cuello aún arrugado. La tela aún guardaba rastros del perfume barato que le lanzaron hace tres días. Lo había lavado. Dos veces. Pero el olor no se iba. Como si, al igual que todo en Imperium, las cosas se pegaran a la piel para quedarse.
La herida en su mejilla ya no sangraba, pero dolía. Una línea roja, fina, casi estética. Como una advertencia. O una firma.
Ben estaba recostado contra la pared de mármol negro frente a su aula. Tenía una mano en el bolsillo del blazer y los ojos puestos en su tablet, aunque no parecía leer. Cuando la vio llegar, la bajó.
—¿Volverás esta vez? —preguntó Ben, sin rodeos.
Kaira se detuvo un segundo, una mano aún en el marco de la puerta.
—¿Volver a dónde?
Ben alzó una ceja.
—Has pasado dos fines de semana seguidos aquí. No sé… pensé que tal vez alguien te esperaba. Afuera.
Kaira lo miró, con esa mezcla de cansancio y filo que usaba cuando alguien rozaba lo que no debía.
—No queda nadie que me espere, Ben.
Él bajó un poco la mirada. No por vergüenza. Por respeto.
—Lo sé —murmuró—. Pero a veces uno quiere creer que todavía queda algo.
Kaira sonrió, sin humor.
—Entonces eres más ingenuo de lo que pareces.
Ben no respondió. No hacía falta.
Ella se giró, pero no avanzó de inmediato.
Porque por dentro, la frase seguía colgada como una campana que aún vibraba.
No queda nadie.
No en casa, donde las habitaciones huelen a polvo viejo y a abandono. No en los pasillos del recuerdo, donde su madre había dejado abiertas puertas que jamás volvió a cerrar.
A veces pensaba en ella. En esa mujer que hablaba demasiado rápido, que escribía demasiado fuerte y que desapareció sin dejar una nota. O sí la dejó, tal vez, pero no para ella.
El último domingo que volvió a casa —cuando todavía lo intentaba—, encontró el escritorio vacío y una hoja rota con una palabra apenas visible: “cuida”. No decía a quién, no decía de qué.
Desde entonces, todo había sido así: pedazos.
Fragmentos de un antes al que no podía regresar. Fragmentos de una familia que no la había buscado. Fragmentos de ella misma que ni siquiera sabía si quería reconstruir.
Y ahora estaba ahí, atrapada en un lugar donde también la estaban desarmando. Pero al menos aquí… sabía con certeza quién quería verla caer.
Aferró el cuaderno contra su pecho, como si en sus páginas pudiera contener todo lo que no decía.
Marla se les unió segundos después. Llevaba un vaso térmico entre las manos y una bolsa de tela oscura colgando de un hombro. Caminaba con el ceño fruncido y los pasos firmes, como si cada zancada fuera una queja contenida.
Cuando llegó junto a ellos, no saludó. Solo alargó la bolsa hacia Kaira sin mirarla directamente.
—Es uno de mis viejos uniformes. Todavía sirve. Está limpio —dijo. Su voz sonaba más tensa que amable, pero eso era normal en ella.
Kaira parpadeó. Miró la bolsa, luego a Marla.
—¿Estás segura? El uniforme de Imperium cuesta casi lo mismo que una suite en Fortune Hall.
—No te estoy vendiendo una, solo estoy prestando —respondió Marla, como si el simple hecho de ofrecer ayuda fuera una molestia menor, no una concesión—. Además, me queda uno más que me dan ganas de quemar. Úsalo tú antes de que haga algo estúpido.
Kaira sostuvo la mirada de su amiga por un segundo más largo de lo necesario. Había algo en su garganta que no se atrevía a subir. No era orgullo. Era eso otro. Lo que dolía más: la gratitud silenciosa.
Tomó la bolsa.
—Gracias.
Marla se encogió de hombros.
—No lo dije para que me agradezcas. Solo no quiero tener que ver otra vez esa falda tuya pareciendo el vestigio de una masacre.
Kaira esbozó una sonrisa seca.
—Entonces no mires.
—No me tientes —respondió Marla, sorbiendo su café como si el día no se estuviera desmoronando.
Los tres entraron poco después.
La clase de Teoría del Poder comenzaba en cinco minutos. Era una de las materias donde más se notaba la diferencia entre los que estaban allí por apellido y los que estaban por mérito.
El profesor Hidalgo era un hombre alto, delgado, de voz áspera. Ex asesor de algún ministro de defensa, decía la leyenda. O de un dictador latinoamericano. Nunca quedaba claro.
En su aula no había juegos. No había medias tintas. O hablabas con sustancia, o no hablabas.
—Bolton —dijo al verla entrar—. Suficiente entereza para venir hoy. Ya es más de lo que esperaba.
Kaira no contestó. Tomó su asiento habitual, segunda fila desde el fondo.
El aula se llenó rápido. Marla y Ben estaban en la misma clase. Se ubicaron a su izquierda. Nadie más se acercó.
Hidalgo inició la clase con un gesto.
—Hoy debatimos sobre legitimidad —dijo, sin preámbulo—. ¿Qué otorga poder real en una sociedad como la nuestra? ¿La ley? ¿El miedo? ¿La admiración?
El silencio inicial fue solo una pausa dramática.
Etienne Rousseau, como siempre, fue el primero en levantar la mano. Tenía el ego de un académico de Oxford y la profundidad de una taza rota.
—Yo diría la ley —declaró con solemnidad estudiada—. Sin leyes, no hay orden. Y sin orden, no hay poder sostenible.
Algunos asintieron. Otros disimulaban el bostezo.
Hidalgo lo miró con calma.
—¿Y qué pasa cuando las leyes protegen a los culpables? Cuando están diseñadas por quienes ya tienen el poder para protegerse a sí mismos.
Silencio. Uno denso, de esos que invitan a repensar respuestas.