5 años atrás, meses antes de Imperium.
El cielo había perdido el color hacía rato. No era de noche, pero tampoco de día. Como si el tiempo se hubiera detenido solo para mirar.
El aire olía a hierro. A tierra húmeda. A secreto.
Y el lago —oscuro, inmóvil, imposible— no reflejaba nada. Como si se negara a ser testigo.
Estaban en el claro, justo donde el bosque se abría en un semicírculo perfecto, como una herida en la tierra. La piedra central seguía ahí desde siempre. La usaban los locales como altar en antiguas leyendas que nadie quería repetir.
Ahora la usaban ellos.
Nadie había hablado en los últimos diez minutos. Ni una palabra. Solo respiraciones contenidas, movimientos torpes, y el ocasional temblor involuntario que les recordaba que todavía eran humanos.
Habían corrido. Habían gritado. Habían hecho algo que no tenía nombre. Y ahora estaban ahí, enfrentando el eco de lo irreversible.
Sienna fue la primera en moverse.
Se arrodilló frente a Adrien, que estaba tirado con la espalda apoyada en una roca, la camisa desgarrada y la cara cubierta de sangre. Sacó un pañuelo blanco —uno de esos de tela fina que llevaba en el blazer como adorno, no por necesidad— y empezó a limpiarle el rostro.
Despacio. Sin apuro. Como si lo estuviera cuidando, pero sin ternura.
—Deja de temblar —le dijo Adrien, apenas audible—. Vas a mancharte más las manos.
Ella no respondió. Le limpió una comisura de los labios, giró el pañuelo manchado y siguió.
Las medias de Sienna estaban rotas. Su blusa, abierta. Tenía la mirada intacta.
Pero las manos le temblaban.
Jiah estaba sentada cerca del agua, con los pies descalzos y el vestido blanco hundido en el barro. Giraba una pulsera rota entre los dedos, tarareando algo sin ritmo claro. Era una melodía hueca, sin belleza. Casi una amenaza.
—Siempre pensé que si esto pasaba, sería diferente —dijo, sin mirar a nadie—. Más dramático. O más épico.
Xander no dijo nada. Estaba de pie, solo, con las manos en los bolsillos del pantalón, mirando al lago como si buscara respuestas. O perdón. O permiso para desaparecer.
Dorian se mantenía cerca. No hablaba. No se movía. Pero observaba. Lo hacía todo el tiempo. Y esta vez, miraba a Adrien como si esperara que dijera algo estúpido. Algo que rompiera lo poco que aún podía sostenerse.
Killian estaba sentado en la piedra. El único que no tenía sangre. El único que no se movía. Ni siquiera parpadeaba.
Adrien tosió. Escupió sangre hacia el lago.
—¿Qué estamos esperando? —preguntó, sonriendo con los dientes ensangrentados— ¿Una epifanía?
Sienna apretó el pañuelo con fuerza.
—¿Quieres callarte?
—¿Por qué? —dijo él, riendo—. ¿Porque si lo digo en voz alta se vuelve real?
Jiah soltó un suspiro largo. Luego dejó caer la pulsera.
El sonido fue suave. Pero se sintió como un disparo.
—Ya es real, Adrien —dijo—. Y todos estuvimos allí.
Killian bajó la mirada por primera vez. Su voz fue grave, contenida. La clase de voz que solo se usa cuando no hay margen de error.
—Y si alguien más llega a estar... también estará muerto.
Un silencio se alzó, espeso, insoportable.
Xander dio un paso. Luego otro. Se detuvo frente a Adrien, como si pensara decirle algo. Pero no lo hizo. Solo le tendió su propia chaqueta y luego se quedó ahí. Alto. Firme. Como un centinela.
Dorian fue el siguiente.
—Nadie va a hablar —afirmó. Sin emoción—. Esto no se discute. No se analiza. No se repite.
Adrien bufó.
—¿Y si alguien lo hace?
Killian se puso de pie.
La atmósfera cambió.
Él no tenía sangre. Pero era el más peligroso de todos.
—Entonces, esa persona deja de existir —dijo. Y su tono no dejaba lugar a preguntas.
Sienna bajó el pañuelo. Estaba empapado. Lo dobló con cuidado y lo guardó en el bolsillo interior del blazer.
—Esto fue por ti —murmuró, apenas mirándolo.
—¿Y te parece un buen trato? —Adrien volvió a sonreír. Casi tierno—. Porque yo no lo pedí.
—Pero lo necesitabas —dijo Dorian, sin pestañear.
Y por primera vez, sus ojos buscaron los de Sienna.
Ella sostuvo la mirada. No dijeron nada. No lo necesitaban.
Eran lo que eran. A pesar de todo.
Killian subió a la piedra, se colocó al centro, y miró a cada uno.
Uno por uno.
—A partir de ahora, lo que le pase a uno... —habló lento— le pasa a todos.
Dorian asintió. Jiah entrecerró los ojos, como si lo hubiera escuchado antes.
Xander solo se quedó quieto, pero más cerca que antes.
Sienna se acomodó el cabello con las manos manchadas de barro y sangre. Su falda estaba destrozada. Pero la espalda recta. La barbilla en alto.
—Entonces ya está —dijo—. Que caiga el que tenga que caer. Pero no será uno de nosotros.
Adrien se rió. Más suave esta vez. Como si le doliera menos.
—Hermoso. Un poema.
Killian bajó la mirada hacia él.
—Es un juramento.
Jiah se inclinó y recogió una piedra pequeña. La lanzó al lago, donde se hundió sin rastro.
—Y sin traidores —dijo.
Dorian volvió a mirar al agua. Luego a Killian.
—Si alguien olvida...
Y entonces, todos lo dijeron juntos. Como un reflejo. Como una maldición.
—Lo hacemos recordar.
La frase no fue gritada. Ni siquiera dicha con fuerza. Fue algo peor: susurrada al mismo tiempo, en perfecta sincronía.
Como si la hubieran ensayado mil veces.
El viento sopló, y las ramas crujieron sobre sus cabezas. El bosque los rodeó, como un monstruo dormido que acababa de abrir un ojo.
No eran niños. No esa noche.
Y tampoco eran amigos.
Eran... algo más.
Algo inevitable.
Los minutos que siguieron no fueron reales. O lo fueron demasiado.
No hubo palabras.
Solo el crujido leve del bosque al respirar. El roce del viento empujando las ramas. El lago, quieto, como si supiera algo que los demás aún no se atrevían a nombrar.