Los hijos de Imperium

12 | La cúpula envía saludos

El salón era demasiado perfecto.

Demasiado simétrico. Demasiado dorado. Cada lámpara de cristal colgaba del techo como una promesa de control. Las flores, blancas y perfectamente distribuidas, no parecían reales. El cuarteto de cuerdas en la esquina no fallaba una sola nota. Tocaban como si sus vidas dependieran de ello. Quizá sí.

Kaira se movía entre las mesas con una bandeja en equilibrio, la espalda recta, el mentón apenas inclinado hacia abajo. El uniforme, sin forma, con el logo bordado en hilo plateado sobre el pecho. Un uniforme que servía para borrar rostros, identidades, nombres.

Otro disfraz.

Otro rol más que la mantenía invisible.

Agradecía eso.

No había pronunciado una palabra en toda la noche. Solo asentía. Servía. Se deslizaba como una sombra entre la élite que reía y brindaba como si el mundo les perteneciera. Porque, en muchos sentidos, sí lo hacía.

—Boca cerrada, mirada baja y pasos firmes —le había recordado la jefa de catering al bajarse del vehículo de servicio, un SUV blanco sin distintivos. La mujer tenía el rostro duro y las manos cubiertas de vendas viejas. Olía a tabaco. Era el tipo de persona que hablaba como si la esperanza fuera una debilidad.

Kaira no la contradijo. Ni siquiera pensó en hacerlo.

Las conversaciones flotaban como una lengua muerta: reconocible, pero imposible de hablar con fluidez. Hablaban de fusiones. De porcentajes. De herencias disfrazadas de méritos. A veces, de escándalos que jamás llegarían a los medios.

Todo sonaba ajeno. Y sin embargo, familiar.

Como su madre.

La idea cruzó su mente con la violencia de una chispa.

La pelinegra se detuvo a medio camino entre la mesa central y la barra de bebidas. Frente a la enorme cristalera que daba al jardín —una extensión perfectamente cuidada, enmarcada por guirnaldas de luz blanca cálida—, vio una figura de espaldas.

Cabello oscuro recogido con una peineta dorada.

Un vestido largo, verde profundo. De esos que solo podían conseguirse en casas de moda con nombres impronunciables.

La postura. El giro sutil de la cabeza al hablar con alguien. La curva del mentón. El perfil de su mejilla. Ese gesto, casi involuntario, de llevarse la mano al collar.

El mundo pareció inclinarse sobre sí mismo.

Su madre.

Por un segundo —uno solo, ofensivo en su fugacidad—, Kaira dejó de respirar.

Todo se volvió bruma.

El murmullo del salón, la música, el tintinear de copas… se alejaron, como si alguien hubiese cerrado una puerta invisible entre ella y el resto del mundo.

La bandeja le tembló entre los dedos.

—¿Estás bien? —le susurró una de las chicas del catering al pasar junto a ella, equilibrando un plato de aperitivos.

Kaira no respondió.

Solo giró.

No lo pensó. Ni lo razonó. Fue impulso. Fuga. Esperanza.

Dejó la bandeja sobre una mesa cualquiera. Esquivó con agilidad a un grupo de adultos que reían con copas de champán. Cruzó el salón hacia la terraza, sus zapatos silenciosos.

Pero al llegar, ya no estaba.

Ni el vestido verde.

Ni la peineta dorada.

Solo una copa, aún medio llena, apoyada sobre el borde de la baranda. Y una carcajada lejana, parecida. Demasiado parecida.

Kaira avanzó, ignorando las reglas que sabía de memoria. No debía estar ahí. No con ese uniforme. No sin invitación.

Pero eso no importaba.

Solo la posibilidad.

Se asomó al jardín.

Vacío.

Solo dos empleados encendiendo las antorchas decorativas. El césped mojado devolvía un silencio cruel. Frío.

Había sido un fantasma.

O una alucinación.

O ambas.

Cerró los ojos. Apretó la mandíbula. Tres años. Sin respuestas. Sin cuerpos. Solo una libreta vieja con un apellido escondido entre notas ilegibles: Laurent.

Volvió sobre sus pasos. Se alisó el delantal. Se acomodó el cabello tras la oreja.

Y notó algo.

Estaban sentados en un rincón del salón, cerca de las columnas que separaban el área principal del pasillo hacia los baños y la bodega de vinos. No estaban vestidos como el resto. Sin trajes caros, ni logos de casas de moda. Pero tampoco eran meseros. Ni trabajadores del lugar.

Cuatro personas. Dos chicos. Dos chicas.

Demasiado jóvenes para estar entre esa gente. Pero no lo suficiente como para llamar la atención inmediata.

Uno de ellos tenía el cabello rapado a los lados, la nuca tatuada con una línea de símbolos que Kaira no reconocía. Otra, de piel clara y labios oscuros, fumaba discretamente desde una boquilla dorada mientras conversaba en voz baja con el que parecía el líder del grupo: un chico de ojos grises y expresión anestesiada, como si el mundo le pareciera aburrido.

La última, una joven con el cabello trenzado en hilos de plata, clavó los ojos en ella.

Directamente.

No en su uniforme. No en sus manos vacías. En ella.

Kaira fingió ajustarse el delantal. Dio media vuelta con una sonrisa de protocolo.

Pero ese tipo de mirada no se confundía.

No era desdén. No era indiferencia. Era algo peor: reconocimiento.

Y ella no los conocía.

O no recordaba conocerlos.

Volvió a caminar entre las mesas, esta vez más atenta. Sin embargo, se dio cuenta de que uno de ellos —el chico tatuado— se levantó.

Pasó junto a ella. Despacio. Lo suficientemente cerca como para rozarle el hombro con intención. No se disculpó.

Solo la miró.

Y sonrió.

Kaira sintió una punzada en el estómago.

Volvió a la barra, recogió una nueva bandeja, y se forzó a respirar con normalidad.

No había tiempo para juegos mentales.

No hoy.

Pero cuando volvió a mirar hacia las columnas, ellos ya no estaban.

Se habían esfumado.

O se estaban moviendo.

Eran casi las dos de la madrugada cuando la música cesó.

No de golpe, como un error técnico, sino con una elegancia medida, premeditada. Una nota final que se desvanecía como el perfume de una mentira bien contada. Luego, el murmullo del salón decayó en oleadas. Risas más bajas, pasos más arrastrados, copas abandonadas. Como si, una vez sellados los tratos y selladas las apariencias, el lugar pudiera finalmente exhalar.



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En el texto hay: romance, academia, elite

Editado: 28.12.2025

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