Los hijos de Imperium

13 | La deuda de Bolton

El primer sentido que volvió fue el del oído.

Un silencio extraño. No absoluto, pero sí controlado. Un zumbido tenue, eléctrico, tal vez de un aire acondicionado escondido en alguna parte. El leve roce de una tela al moverse. El crujido de sus propios músculos cuando trató, sin querer, de girar un poco el cuello.

Kaira apretó los ojos. Le dolía todo.

No era un dolor agudo. Era persistente, en capas, como si cada centímetro de su cuerpo protestara con una voz distinta. Su respiración se agitó de inmediato, aunque no por pánico. Por el esfuerzo. Por lo mal que se sentía respirar.

La garganta era una lija. Le ardía. Tenía la sensación de haber gritado durante horas, aunque no recordaba haber pronunciado palabra. Su boca estaba seca, como si hubiese pasado días sin beber agua.

Y el cuerpo… el cuerpo era un mapa de golpes. Le dolían las costillas al inhalar. La piel le ardía bajo la tela que llevaba puesta. Cada vez que parpadeaba, sentía cómo uno de sus ojos se tensaba por la hinchazón. Se obligó a no tocarse.

Cuando abrió los ojos, no vio nada.

La habitación estaba sumida en oscuridad. Cortinas gruesas cubrían por completo lo que, intuía, debía ser una ventana grande. El aire tenía olor a limpieza reciente, a un perfume suave que no reconocía.

Por un instante, pensó que estaba en Imperium.

Pero no. Había algo distinto. No oía pasos, ni voces lejanas, ni el eco hueco del pasillo. Tampoco el olor metálico de los pasillos de enfermería.

Esto era otro lugar.

¿Dónde?

No lo sabía.

Movió la mano con lentitud, tanteando. La sábana era de algodón grueso, el tipo de tela cara que solo encontraba en catálogos de decoración que jamás podría permitirse. La cama era enorme. El colchón se amoldaba al cuerpo como si no existiera, pero no era cómodo. Nada lo sería, no después de lo que había pasado.

Se incorporó apenas unos centímetros y volvió a caer con un quejido bajo. La espalda se le tensó de inmediato. El golpe. Recordaba el golpe en la espalda. Uno de los primeros.

El aire le costaba.

Tardó un rato en volver a intentarlo, esta vez girando el torso con más cuidado. Alcanzó a notar un leve resplandor: la luz de una pantalla encendida, al otro lado de la cama.

Un celular.

El suyo.

Pese al temblor en los dedos, logró alcanzarlo. La pantalla estaba astillada, rota desde una esquina, pero aún encendía. Tenía notificaciones acumuladas. Tocó la pantalla con torpeza, cerrando un ojo por el ardor de la luz directa.

Martes.

La atacaron el domingo.

Sintió una punzada sorda en el estómago.

No solo por lo que eso significaba —dos días sin memoria exacta, dos días fuera de cualquier lugar conocido— sino porque el cuerpo aún llevaba las huellas. Su cuerpo sabía antes que su mente que no había sido una pesadilla.

49 mensajes y 27 llamadas perdidas.

“¿Estás bien?"

"Kaira, ¿dónde estás, qué está pasando?"

Tragó saliva. Dolía.

No tenía respuestas. No tenía fuerza para pensar.

Dejó el celular en la mesa de noche sin apagarlo. No podía con las notificaciones. Ni con las preguntas. Cerró los ojos un instante, buscando un momento de pausa. Pero la oscuridad tras sus párpados no le trajo descanso. Solo más preguntas.

¿Dónde estaba?

Sus ojos se adaptaban lentamente a la penumbra. Alcanzó a distinguir siluetas: un armario alto, una lámpara sin encender, la silueta de un sillón junto a la pared. Todo demasiado ordenado.

Demasiado caro.

Movió la mano sobre la tela de su camiseta. No era suya. La reconoció al instante: era ropa de hombre. Demasiado grande, con un olor que no era desagradable, pero sí ajeno. Se le revolvió el estómago.

¿Quién la había cambiado?

¿Quién la había tocado?

Una parte de ella quería gritar. Otra, simplemente dormir hasta que el mundo dejara de doler.

Tocó su propio brazo con cuidado. Los moretones estaban allí. La piel aún sensible. Aún hinchada en algunas zonas. Cerró los ojos un segundo, y entonces lo recordó.

Las risas.

El sonido de la bota golpeando el suelo antes de estrellarse contra su costado.

La voz del chico alto.

El nudo en el estómago se hizo más fuerte.

El miedo era una sombra flotando detrás de sus costillas. Presente, sí, pero en pausa. Como si su mente lo hubiera encapsulado, al menos por ahora.

Necesitaba respuestas.

Pero sobre todo, necesitaba agua. O algo que la conectara con el presente. Lo que fuera.

Respiró hondo. O al menos lo intentó.

El aire seguía sintiéndose como si lo hubieran filtrado por papel de lija, pero su cerebro, necio como siempre, ya había decidido que era momento de moverse. De ver. De hacer algo que no fuera quedarse tirada como víctima secundaria de un crimen mal resuelto.

Se incorporó con torpeza. El colchón, traicionero, trató de tragársela de nuevo. Lo ignoró. O lo intentó, porque cada movimiento era como si le recordaran con marcadores dónde estaban las costillas.

Cuando se levantó al fin, vio una puerta al otro lado de la habitación. Dudó un segundo, tambaleándose un poco en sus propios pies, como si hubieran olvidado cómo sostenerla. Pero avanzó.

Giró el picaporte.

El baño parecía sacado de una revista de interiores para millonarios aburridos. Blanco, pulido, iluminado por luces empotradas en el techo que se encendieron automáticamente, como si la estuvieran esperando. El lavabo flotante. La ducha con puertas de cristal opaco. Una tina que probablemente costaba más que su educación entera. Y espacio. Mucho espacio.

Era más grande que su habitación en Crown Wing.

—¿Qué mierda es esto? ¿Un spa? —murmuró, sin humor.

Se acercó al espejo, arrepintiendose al instante.

Su reflejo la miró como si le guardara rencor. La cara hinchada, el pómulo derecho amoratado, el labio partido y la mirada… vacía. Fantasmal. Como si la hubieran escurrido emocionalmente y luego la hubieran colgado a secar.



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En el texto hay: romance, academia, elite

Editado: 28.12.2025

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