A veces, la crueldad no empieza con un golpe.
A veces empieza con un "¿ya vieron cómo camina?", dicho entre risas mientras una niña apura el paso por el pasillo.
Isa tenía quince años. Era de esas que pasaban desapercibidas, pero no por decisión propia. Era callada. Educada. La típica que pide permiso hasta para existir. Esa que siempre sacaba buenas notas, la que devolvía los lápices cuando se los prestaban, la que no sabía defenderse porque nadie le enseñó cómo.
Llevaba casi cuatro meses aguantando comentarios, golpizas, humillaciones, empujones, miradas. Como si todos supieran algo que ella no. Como si ya hubiese sido marcada desde antes de entender por qué.
Y tal vez por eso la eligieron a ella.
No fue casual.
La eligieron por responder ese mensaje durante las vacaciones, por hablar con quien no debía, por sentir algo por la persona equivocada.
Ese martes, la encerraron en el baño del primer piso.
No fue una broma. No fue un accidente. Fue planeado.
Una trampa.
Tres chicas la siguieron. Isa ni siquiera las escuchó entrar. Estaba frente al espejo, limpiándose una mancha de témpera. Cuando se giró, una de ellas ya le había bloqueado la salida.
—Vas a llegar tarde a clase —le dijeron, con una sonrisa torcida—. ¿Te ayudamos?
Isa retrocedió. Tropezó con el borde del lavamanos.
La empujaron hacia el fondo. La golpearon contra la puerta de uno de los cubículos. Con rabia.
Dos la sujetaron. Una le alzó la falda. Otra le sacó los zapatos y los lanzó por encima del muro. Isa forcejeó, pero era pequeña, frágil, no estaba hecha para el combate.
—¡Suéltenme! ¡¿Qué hacen?! ¡Déjenme en paz!
Le taparon la boca con cinta. Le arrancaron un mechón de cabello solo por oírla gritar. Le torcieron un brazo. Le dijeron que se quedara quieta si no quería que le rompieran la muñeca. La encerraron. Sellaron la puerta con una regla, cinta de embalar y un candado viejo.
Y luego empezó el espectáculo.
Desde arriba, comenzaron a vaciar botellas.
La primera fue vinagre con clara de huevo.
La segunda, témpera vencida, perfume y mayonesa.
La tercera... orina.
No dijeron que era de ellas. Pero Isa lo supo.
Lo supo por el olor. Por el calor. Por la risa.
Tomaron fotos, se burlaron. Repitieron su nombre como si fuera una broma.
“Isa la impura.”
“Isa la que huele a cloaca.”
“Isa la marrón fea.”
“Isa la sin clase.”
—No llores, ricitos, se te van a caer las pestañas —dijo una, riéndose mientras las otras asentían.
Pero Isa ya estaba llorando.
Ya estaba vomitando.
El líquido le bajaba por las piernas. Le ardía la piel. Las manos le temblaban tanto que no pudo limpiarse la cara. El sabor amargo se le quedó en la lengua.
—Esto te pasa por mirar donde no debes.
Y entonces llegó el golpe.
No un puñetazo. No una patada.
Un ladrillo.
Lo lanzaron desde arriba del cubículo. No para matarla, ni para herirla de verdad. Solo para que supiera que podían hacerlo.
Le cayó al lado, rozándole el muslo.
Isa gritó.
Gritó como una niña. Como lo que era.
Se orinó encima.
Y eso provocó más risas.
—Ahora sí huele a Isa.
Luego vino el silencio y finalmente se fueron.
La dejaron encerrada.
El baño volvió a estar en calma, pero no en paz.
El aire era denso. Las paredes parecían observarla. El piso, un espejo sucio de todo lo que Isa ya no podía ocultar.
No supo cuánto tiempo pasó.
Afuera, alguien volvió. No para ayudarla.
Sino para grabarla.
Una figura se asomó por arriba del cubículo.
Le dijo: “Mírame.”
Ella no lo hizo.
No quería ver más rostros, no quería recordar más ojos.
Cuando por fin la liberaron, fue una auxiliar de limpieza quien abrió la puerta.
Ni siquiera preguntó qué había pasado.
Solo le dijo:
—Limpia todo antes de irte.
La voz sonó cortante. Fría. Como si no estuviera hablando con una persona, sino con una cosa.
Isa bajó la mirada. No respondió.
Iba a levantarse cuando la puerta del baño se abrió con fuerza.
—¿Perdón?
No fue una pregunta.
Fue una advertencia.
La mujer se giró. Isa también.
Y ahí estaba ella.
Aria Bellerose.
Perfectamente peinada. Uniforme sin una sola arruga. Y unos ojos fríos como el acero.
—¿Qué dijiste? —repitió, sin moverse un centímetro.
—Esto no es asunto tuyo —dijo la auxiliar.
—Tienes cinco segundos para irte. Antes de que te recuerde lo poco que pesa tu nombre en esta escuela.
La mujer la miró, confundida.
—¿Y tú quién te crees que eres?
Aria ladeó la cabeza. No sonrió.
—La persona equivocada para que levantes la voz.
Y luego, un paso hacia adelante. Tranquilo.
—¿Quieres que diga tu nombre en la próxima reunión de padres? ¿Quieres que mencione lo que acabas de hacer frente a todo el comité académico?
Un silencio espeso cayó sobre el baño.
—¿O prefieres perder tu trabajo sin siquiera entender por qué nadie volverá a contratarte?
La mujer apretó los labios. No dijo nada.
—Bien —dijo Aria, sin apartarse—. Entonces márchate.
La auxiliar la miró un segundo más. Luego bajó la cabeza y salió.
Aria no la siguió con la mirada.
La puerta se cerró con un portazo.
Isa no se movió.
Seguía arrodillada, temblando. El aire parecía haberse vuelto más denso, más frío.
Fue entonces que Aria se acercó, sin prisa, pero con una urgencia que no necesitaba palabras.
Se agachó frente a ella, su mirada ahora cálida, una rareza en su rostro acostumbrado a la distancia.
—Isa… —su voz se rompió, apenas un susurro—. Te estaba buscando. El examen empieza en cinco minutos y no sabían dónde estabas. Yo… vine al baño por casualidad, pero… —sus dedos rozaron el hombro de Isa—. ¿Qué te hicieron?