La mañana se sentía un poco más fría de lo normal.
Isa abrió los ojos sin apuro. No supo de inmediato qué hora era, ni sintió necesidad de averiguarlo. Se quedó unos segundos mirando el techo, escuchando los sonidos que se colaban desde la cocina: el burbujeo del café, el cuchillo untando mermelada, una cuchara golpeando el borde de una taza.
Era sábado. Lo supo no por el calendario, sino por la manera en que el aire se sentía distinto. Más liviano. Menos exigente.
Se levantó sin prisa, se puso una sudadera amplia y recogió el cabello en un moño flojo. Caminó por el pasillo todavía en penumbra, arrastrando las pantuflas, y se dejó guiar por el olor a tostadas y el murmullo de voces familiares.
Su madre estaba de pie junto a la cocina, sirviendo café. Su padre ya se había sentado a la mesa, hojeando el diario con la misma concentración con la que solía revisar motores. Llevaba puesta una camiseta sin mangas, y en los dedos aún le quedaba ese olor a tabaco que Isa asociaba inevitablemente con la palabra "casa".
—Buenos días, dormilona —dijo su padre sin apartar la vista del diario, con esa voz grave que a Isa siempre le sonaba a motores y fines de semana largos.
—Buenos días —respondió ella, conteniendo una sonrisa mientras se frotaba los ojos con la manga de la sudadera.
—Hay café con leche y pan tostado —añadió su madre, colocando una taza frente a ella con ese gesto automático pero lleno de cariño—. Siéntate antes de que se enfríe.
Isa se dejó caer en la silla frente a su padre. Tomó la taza entre las manos, sintiendo el calor filtrarse por sus dedos, y dio un primer sorbo. El café estaba justo como le gustaba: más leche que café, con ese toque dulce que su madre siempre sabía medir sin que ella tuviera que decirlo. En el centro de la mesa, había un pequeño plato con mantequilla, mermelada de fresa y una cesta con pan tibio. Todo era simple y cálido, pero sobretodo familiar.
—¿A qué hora te vas? —preguntó su madre mientras se sentaba también, con su propia taza entre las manos y una mirada atenta.
—Después de que volvamos de lo de la señora Valeria —respondió Isa, untando una tostada con mantequilla—. Ayer hablé con los chicos. Me pidieron que pasara la noche allá. Quieren que estemos todo el domingo juntos antes de que se vayan.
—¿Te vas a quedar en casa de los Bellarose? —preguntó su padre, alzando por fin la vista—. Esos mellizos nunca están quietos, ¿no?
—No mucho —sonrió Isa, bajando la mirada a la tostada, que ya tenía una esquina menos—. Pero son buena compañía.
—¿Y mañana regresas temprano? —dijo su madre, como quien confirma más que pregunta.
—Sí. Les dije que volvía por la tarde. Me esperan para cenar, ¿no?
—Eso ni se pregunta —dijo su padre, doblando el diario con un gesto exagerado—. ¿Vamos a ese restaurante de las pizzas, Rosana?
—Ya hice la reserva —respondió ella, dándole una pequeña palmada en el brazo antes de volver a mirar a Isa—. Pero dile a Aria que no te llenen con comida chatarra. Mañana te quiero con apetito.
—Lo intentaré —dijo Isa, riendo un poco.
Por un momento, solo se escuchó el sonido del pan crujiente, el roce de las tazas sobre la mesa y la página del diario pasando. El silencio no era incómodo. Era natural. Como una pausa necesaria entre frases compartidas.
—¿Y cómo van las clases? —preguntó su padre entonces, sin dejar del todo el diario—. ¿Muchos exámenes?
Isa sintió un leve nudo en el estómago. No era una pregunta complicada. No era una trampa. Pero algo en ella se tensó de todos modos. No era fácil hablar de Imperium. No porque no confiara en ellos, sino precisamente porque sí lo hacía.
—Bien… —dijo, bajando la vista a su taza—. A veces un poco pesado, pero dentro de lo normal.
—¿Te sientes bien allá? —insistió su madre, con una voz suave que intentaba no parecer preocupada—. No solo con las materias, Isa. En general.
Isa dudó. Con la cucharita, comenzó a trazar círculos invisibles sobre el borde del platito.
—Sí —respondió al fin. No fue una mentira. Fue una versión pequeña de la verdad. Una que sus padres pudieran manejar—. Es… diferente. Muy exigente. Pero estoy bien.
Ambos asintieron. No hubo más preguntas. Ninguna mirada sospechosa. Ningún silencio inquisitivo. Tal vez porque confiaban en ella. Tal vez porque la querían libre. O tal vez porque, simplemente, no podían imaginar que en un internado tan prestigioso como Imperium, pudiera pasar algo que su hija no supiera enfrentar.
Isa los observó en silencio, con un amor tan grande que por momentos dolía. Su padre, con las manos aún manchadas de grasa y esa forma torpe de demostrar afecto. Su madre, con las uñas cortas por el trabajo y una ternura que no pedía reconocimiento. Y por dentro, Isa sintió una punzada de culpa.
Había cosas que no podía decirles. Porque si hablaba, su madre dejaría de dormir tranquila. Porque su padre, aunque no lo dijera, se presentaría allí sin previo aviso, cruzando cualquier puerta si pensaba que ella estaba en peligro. Y eso complicaría todo.
Así que eligió el silencio. Como tantas veces. Y se repitió a sí misma que estaba bien.
Respiró hondo, sonrió, y volvió a tomar otro sorbo de café.
—De verdad estoy bien —dijo, como si esa frase pudiera protegerlos a todos.
Su madre le acarició el hombro con suavidad.
—Con que seas feliz, basta.
Isa no respondió. Solo asintió.
Porque a veces el amor también era eso: una verdad a medias para evitarles el peso de una verdad entera.
En esa cocina pequeña, con el sol entrando tibio por la ventana y el aroma a café flotando en el aire, todo parecía en su lugar.
Por fuera, al menos.
Por dentro… bueno, eso seguía siendo su secreto.
Después del desayuno, la casa quedó sumida en ese tipo de quietud que solo se percibe los fines de semana: una calma tibia, con la radio encendida en volumen bajo y la vajilla aún por lavar. Isa ayudó a recoger los platos mientras su padre terminaba su café, hojeando el diario con lentitud, como si el tiempo ese día no le debiera nada a nadie.