El murmullo era constante, como una corriente imposible de ignorar. Desde que había salido de cálculo, Kaira lo sentía en cada paso por el pasillo: susurros, risas, miradas que se giraban apenas unos segundos después de que ella pasara.
Habían pasado veinticuatro horas desde lo ocurrido en el comedor, pero la escena parecía repetirse en cada rincón del campus. El video aún circulaba de móvil en móvil, y con él, el nombre de Kaira Bolton se había convertido en sinónimo de escándalo, otra vez.
Ben, en cambio, no había vuelto a aparecer en clases. No había estado en los pasillos, ni en el comedor, ni siquiera en la residencia. Nadie sabía con certeza qué pasaba con él, pero todos sabían que estaba en problemas. En Imperium, los castigos a los becados rara vez eran leves.
Marla tampoco le había dirigido la palabra en todo el día. No había ni un gesto, ni un saludo. Sólo distancia, una frialdad que pesaba. Y, en medio de esa soledad, las únicas palabras que Kaira había cruzado eran con Leyla, comentarios cortos, casi insignificantes, apenas lo justo para no sentirse completamente invisible.
Cuando salió del aula, la campana marcaba la hora del almuerzo. El pasillo se llenó de estudiantes, un río de uniformes perfectamente planchados, perfumes caros y sonrisas. Kaira se mezcló entre ellos, ajustando los libros contra su pecho, con la mirada baja, dispuesta a atravesar el corredor como una sombra.
Pero no pudo.
—¡Es tu culpa!
La voz desgarrada la detuvo en seco. Marla estaba frente a ella, los ojos enrojecidos, el cabello desordenado, las manos temblorosas. Su grito había cortado el murmullo colectivo.
—¿Qué...? —atinó a decir la pelinegra, pero Marla dio un paso más cerca, las lágrimas cayendo sin freno.
—¡Todo esto es por ti! —continuó, con la voz quebrada, pero lo bastante fuerte como para que todos alrededor se detuvieran. Las conversaciones se apagaron de golpe. Los ojos se giraron hacia ellas.
Kaira sintió cómo el aire del pasillo se volvía más denso.
—Marla, cálmate —susurró, intentando sonar serena mientras la tomaba del brazo—. No es lugar...
—¡No me toques! —Marla se apartó de golpe, como si el contacto la quemara.
El coro de espectadores contenía el aliento. Kaira, con el pulso acelerado, la sujetó de nuevo, más firme esta vez, y prácticamente la arrastró hacia los jardines. Las risas apagadas y los murmullos crecieron a sus espaldas, como si todos esperaran una escena aún más sangrienta.
El aire de los jardines no alivió nada. La morena se apartó bruscamente apenas estuvieron solas, o tan solas como se podía estar en un campus donde todo tenía ojos y oídos.
—¿Qué demonios te pasa? —preguntó Kaira, exasperada.
Marla se giró hacia ella, con el rostro desencajado.
—¡Que lo expulsaron, Kaira! —escupió entre sollozos—. Esta mañana fue la audiencia y lo sacaron. No sólo lo echaron de Imperium... dijeron que se encargarían de que no pudiera entrar a ningún instituto. Nunca. En ningún lado. ¡Le arruinaron la vida!
Kaira parpadeó, sintiendo un frío punzante recorrerle el cuerpo.
—¿Qué...?
—¿No lo entiendes? —Marla dio un paso hacia ella, con la rabia temblándole en cada palabra—. No es sólo que lo hayan expulsado. Se aseguraron de que no tenga futuro. Nadie lo aceptará. ¡Jamás!
El silencio entre ambas pesó, pero no por mucho.
—Y todo por ti —continuó con la voz rota. Las lágrimas le corrían por las mejillas, pero no se detuvo—. Por defenderte, porque no soportó que se burlaran de ti. Y tú... tú no hiciste nada.
—Marla...
—¡No! —la interrumpió, gritando con un dolor tan real que a Kaira le dolió el pecho—. Tú sólo te quedaste de brazos cruzados. Y ahora él está pagando por todo.
Kaira apretó los labios. La respiración se le entrecortaba, pero no respondió. No sabía cómo. Cada palabra de Marla era como una piedra lanzada directo a su estómago.
—No es justo —continuó la morena, bajando la voz, temblando—. No es justo que tú seas la marcada y nosotros tengamos que pagar los platos rotos.
Kaira bajó la mirada. Sentía la rabia, la impotencia, la culpa enredándose en la garganta como un nudo imposible de desatar. No había hecho nada, y esa era precisamente la acusación más cruel: no había hecho nada.
El viento agitaba las hojas de los árboles del jardín, pero todo parecía inmóvil. El dolor de Marla, su voz quebrada, la condena de los pasillos y el eco de la expulsión de Ben caían sobre ella con un peso insoportable.
La pelinegra intentó encontrar algo que decir, alguna palabra capaz de atravesar la rabia desbordada de su amiga, pero cada intento era peor.
—Yo no... —empezó, apenas un murmullo.
—¡Tú sí! —la interrumpió, la voz rasgándole la garganta—. Si no hubieras estado en medio, si no hubieras sido tú, nada de esto habría pasado. ¡Ben todavía tendría un futuro!
Las palabras eran cuchillos. Kaira sintió que le desgarraban la piel, que le arrancaban el aire de los pulmones.
—Marla, yo no pedí...
—¡Pues claro que no lo pediste! —rió sin humor, con lágrimas cayéndole por la barbilla—. Pero ahí estabas, y ahora nosotros somos los que estamos pagando por ti. Tú sólo... existes. Y eso basta para que todos a tu alrededor se hundan.
Kaira retrocedió un paso, tambaleante. La visión se le nubló. Cada palabra de Marla era como una sentencia, y lo peor era que no podía rebatirla. No tenía cómo. El silencio a su alrededor se rompía con los murmullos de los estudiantes que, a la distancia, se habían detenido a observar la escena.
Intentó acercarse, levantar la mano hacia ella, pero Marla la empujó con fuerza.
—¡No me toques! —gritó otra vez, empujándola.
Kaira tambaleó. El corazón le latía con tanta violencia que pensó que se le iba a romper en el pecho. Otro empujón. Otro más. Y ella no se defendía, no podía. Sus ojos ardían, las lágrimas amenazaban con desbordarse en cualquier momento.