Las palabras del desconocido quedaron suspendidas en el aire, como si cada sílaba abriera una grieta en la realidad que Dante creía conocer. El linaje Allister no solo estaba manchado de sangre… había intentado cambiar la estructura misma del mundo inmortal. Dante se separó de la mesa y sintió un prisionero de su cuerpo. Los recuerdos que no eran suyos, las voces del pasado, las sensaciones de vidas ajenas… todo latía dentro de su pecho como una segunda existencia que despertaba. —Entonces… ¿estoy condenado a repetir lo que ese otro Dante intentó? —preguntó con voz ronca. El desconocido bajó la mirada. —No estás condenado. Pero tampoco estás libre. La sangre lleva memoria, pero tú aún puedes decidir qué hacer con ella. Adrián cruzó los brazos, visiblemente alterado. —¿Y qué pasa conmigo? ¿Qué lugar tengo en todo esto? Yo no bebo sangre ancestral, ni pertenezco a ningún linaje maldito. El hombre lo observó durante un largo silencio. Luego, su respuesta fue tan suave como firme: —La historia siempre necesita testigos. Y tú, Adrián, ya sabes demasiado para quedarte al margen. Dante se giró hacia él, queriendo decirle algo reconfortante, pero el miedo en sus ojos era real, tan humano y honesto que no podía disfrazarse con promesas vacías. El silencio volvió, quebrado solo por el crepitar de la vela. —¿Qué ocurre ahora? — Dante finalmente preguntó con una voz baja pero determinada. "Ahora", respondió el hombre, sacando una daga solemne de una caja de terciopelo oscuro, "Sello el juramento con conocimiento de quién eres". No hay vuelta atrás después de esto. La hoja no era grande, pero resplandecía débilmente, como si hubiese sido forjada con fragmentos de sombra. En su empuñadura, tallado con precisión, había un símbolo que Dante había visto antes en el manuscrito: dos medias lunas entrelazadas por una línea roja. —¿Debo… usarla? —preguntó, tragando saliva. El hombre asintió. —Una gota de tu sangre, sobre el emblema. Reconocerás el vínculo. Sentirás el despertar completo de la línea a la que perteneces. Dante tomó la daga. Le temblaban las manos, pero su decisión no titubeaba. Colocó la punta sobre la palma izquierda, y con un corte firme, dejó que una sola gota cayera sobre el símbolo. El cambio fue inmediato.