Los Hijos Del Olvido

Prólogo

La oscuridad no era ausencia de luz. Era presencia. Sariel lo comprendió cuando el último fragmento de cielo se cerró sobre él y la roca viva lo envolvió como un sudario. No gritó. El grito pertenece a quienes aún esperan ser escuchados. Él ya no esperaba nada.

Las cadenas atravesaron sus alas con un sonido antiguo, como si la Tierra misma hubiera exhalado al sentirlo caer. No había fuego que iluminara su prisión, solo un calor denso, sofocante, que no quemaba la carne sino la memoria. Allí, en el centro del mundo, el tiempo no avanzaba: observaba.

Sariel recordó una sola cosa antes de que el silencio lo reclamara por completo. Había amado. Y ese había sido su crimen. La puerta del dormitorio se cerró con un golpe seco. Adrián no se movió.

Aprendió temprano que moverse empeoraba las cosas. Que hacer ruido atraía miradas. Que mirar a los adultos a los ojos era una forma de desafío. En la casa hogar, sobrevivir significaba volverse invisible.

Tenía dieciséis años y demasiadas noches sin sueño. Las paredes olían a humedad y desinfectante barato. Las reglas estaban escritas en carteles, pero los castigos nunca lo estaban. Esos se aprendían a fuerza de experiencia.

—Apaguen la luz —ordenó una voz al otro lado de la puerta.

La luz se apagó. Pero la oscuridad no llegó sola. Adrián sintió el latido en el pecho. No era miedo. No del todo. Era otra cosa. Un pulso lento, profundo, como si algo muy antiguo hubiera abierto un ojo dentro de él.

Cerró los párpados con fuerza. No quería soñar. Sariel escuchó el mundo sin oírlo. Cada pensamiento humano era un murmullo lejano, amortiguado por capas de roca y fuego. Pero aquella noche, algo cruzó el silencio. Un temblor. Un eco imposible.

No venía del cielo. Venía de arriba. Sariel tensó las cadenas por primera vez en siglos.

—No —pensó, sin saber a quién se dirigía— No tú.

Pero el vínculo ya había sido trazado. Adrián soñó con un abismo. No caía. Estaba de pie, al borde, mirando hacia abajo. El aire ardía y la piedra respiraba. En lo profundo, algo se movía, enorme, encadenado, cubierto de sombras y cicatrices que no sangraban. Una voz habló. No con palabras, sino con recuerdos.

Hijo.

Adrián despertó sobresaltado, empapado en sudor.

—No soy tu hijo —susurró al vacío.

Pero el latido seguía ahí. Más fuerte. Más claro. En algún lugar de la ciudad, una ventana estalló. El primer demonio cruzó la grieta con una sonrisa. Asmodeo observaba desde las alturas, apoyado contra la cornisa de un edificio abandonado, mientras el caos comenzaba a desplegarse como una obra largamente ensayada. Las luces parpadearon. Los gritos surgieron tarde. Siempre surgían tarde.

—Muéstrense —ordenó con voz suave.

Las sombras obedecieron. La ciudad no sabía que estaba siendo marcada. Los humanos nunca lo sabían. Pero él sí. Él sentía la vibración exacta. El llamado incorrecto. El pulso que no pertenecía a ese mundo.

—Por fin —murmuró— El receptáculo ha despertado.

En la casa hogar, Adrián se incorporó de golpe cuando las alarmas comenzaron a sonar. Pasos. Gritos. Llaves cayendo al suelo. El miedo recorrió los pasillos como un animal suelto. Y entonces, algo respondió dentro de él.bNo fue furia. Fue reconocimiento.

Las voces humanas se apagaron en su mente, desplazadas por una presencia inmensa que no pedía permiso.

—No —dijo Adrián, llevándose las manos a la cabeza— Sal de mí.

No puedo, respondió la voz. He esperado demasiado.

Las paredes vibraron. El vidrio de las ventanas se resquebrajó. Adrián cayó de rodillas, jadeando, mientras recuerdos que no eran suyos atravesaban su conciencia: alas arrancadas, fuego bajo la Tierra, un nombre pronunciado con dolor.

Sariel.

El nombre lo atravesó como una herida. En su prisión eterna, Sariel comprendió la verdad con una claridad devastadora. El mundo había vuelto a tocar lo que le había sido prohibido. Y su hijo… su hijo aún existía.

—No —pensó, tirando de las cadenas hasta que la roca crujió— No lo conviertan en esto.

Pero los sellos no escuchaban plegarias. Nunca lo habían hecho. Asmodeo sonrió cuando la energía se desató.

—Ahí estás —susurró, saboreando la victoria— Hijo del olvido.

Las sombras convergieron hacia la casa hogar. Adrián levantó la cabeza. Sus ojos ya no eran solo suyos. En el reflejo oscuro del vidrio roto, vio algo más mirándolo desde adentro. Algo antiguo. Poderoso. Desesperado.

—Si te quedas —dijo con voz temblorosa— nos van a destruir.

Si huyo, respondió la voz, me perderás para siempre.

Adrián apretó los dientes.

—Entonces huimos juntos.

El suelo se resquebrajó bajo sus pies. Y, en el centro de la Tierra, por primera vez en siglos, una cadena se tensó lo suficiente como para agrietar la roca.

El mundo contuvo el aliento. Porque aquella noche, los hijos del olvido dejaron de ser invisibles.




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