—No mires a nadie —dijo Eryon— Nos sienten.
Y era verdad. A cada paso, algo se desajustaba: farolas que parpadeaban cuando él pasaba, teléfonos que se apagaban, perros que gemían y tiraban de las correas para huir. Un hombre al otro lado de la calle se quedó inmóvil, con los ojos en blanco, murmurando una palabra antigua antes de desplomarse.
—¿Qué le pasa? —susurró Adrián, deteniéndose.
Resonancia, respondió Eryon. Tu presencia despierta lo que estaba dormido.
—No quiero lastimar a nadie.
Entonces muévete.
Doblaron por un callejón. El aire allí era más frío, más denso. En las paredes aparecían símbolos pintados a medias, como si alguien hubiera intentado copiarlos sin comprenderlos.
—Alguien nos espera —dijo Eryon.
Adrián avanzó dos pasos y el callejón cambió. El asfalto se onduló como piel viva. Una figura emergió de la sombra, humana en apariencia, con una sonrisa cansada y ojos que habían visto demasiado.
—Llegas tarde —dijo la mujer— Siempre llegan tarde.
—¿Quién eres? —preguntó Adrián, retrocediendo.
—Alguien que escucha cuando la ciudad grita —respondió— Y anoche gritó muy fuerte.
Eryon tensó su presencia dentro de él.
No confíes.
—No vengo a atraparte —añadió la mujer, alzando las manos— Si quisiera hacerlo, ya estarías encadenado. El cielo y el infierno no son sutiles.
—¿Entonces qué quieres? —preguntó Adrián.
La mujer lo miró fijo.
—Confirmar algo. Dime ¿cómo se llama?
El latido de Adrián se aceleró.
—¿Quién?
—El que te habita.
Silencio.
—No lo digas —susurró Eryon— Los nombres abren puertas.
Demasiado tarde.
—Eryon —dijo Adrián, sin saber por qué—. Se llama Eryon.
El callejón tembló. La mujer cerró los ojos un instante, como si una herida antigua acabara de abrirse.
—Entonces es verdad —murmuró— El hijo del Vigilante sigue existiendo.
—¿Conoces a mi padre? —preguntó Eryon, emergiendo en la voz de Adrián con una mezcla peligrosa de esperanza y furia.
La mujer abrió los ojos.
—Conozco su prisión —respondió— Y conozco el precio de acercarse a ella.
Un estruendo sacudió el aire. Desde el cielo, una presión invisible descendió como un peso aplastante. Las nubes se abrieron en líneas perfectas.
—Nos han localizado —dijo Eryon— Vienen.
—No solo ellos —replicó la mujer, mirando hacia la calle— Asmodeo ha marcado esta zona.
Sombras se deslizaron por las bocas de tormenta. Risas suaves, múltiples. El aire se llenó de deseo y amenaza.
—Escucha —dijo la mujer con rapidez— Si te quedas aquí, morirás. Si huyes solo, te cazarán. Hay un lugar un punto ciego.
—¿Dónde? —preguntó Adrián.
Ella dudó.
—Cerca del viejo hospital —dijo al fin— Bajo la ciudad. Muy abajo.
Eryon se estremeció.
Eso es una trampa.
—O una oportunidad —susurró Adrián.
Las sombras avanzaron. La presión del cielo aumentó.
—Decide —urgió la mujer—. Ahora.
Adrián respiró hondo y dio un paso hacia adelante.
—Llévanos.
La mujer sonrió, triste.
—Entonces prepárate para escuchar la verdad que Sariel jamás quiso que oyeras.
El suelo se abrió bajo sus pies. Y mientras caían, Adrián sintió algo nuevo, imposible de ignorar: una voz distinta, profunda y serena, que no pertenecía ni a Eryon ni a ningún demonio. Una voz que venía desde la prisión.
No desciendas, hijo. Si llegas hasta mí ya no habrá regreso.
La oscuridad los tragó.