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Confidencia
En el hogar lo esperaba Perenelle, su incondicional esposa. Solo oírlo entrar por la puerta, se apresuró a servir la cena.
Había enviudado tiempo atrás, pero, al llegar a la mediana edad, encontró de nuevo el amor en los brazos de Flamel. Tras un breve cortejo, contrajeron matrimonio; estaban aún en la etapa de ensoñación y enamoramiento que sucede a las parejas que se casan de corazón.
La luz de las velas de un candelabro de tres brazos iluminaba la mesa del comedor, que estaba, como cada día, a punto para la llegada de su hombre, junto con la cena que había cocinado con cariño y el detalle de unas flores dentro de un jarrón.
—Mi amada…
Nicolás se acercó con su habitual sonrojado en las mejillas, que se intensificaba cada vez que se arrimaba a ella.
Para besarla en la frente, le apartó un mechón de la larga cabellera, más ondulada y rojiza que un fuego de llamas encrespadas.
—¿Cómo te ha ido en la librería? —indagó Perenelle al tiempo que servía el caldo humeante en el plato de su esposo.
—Bien. He acabado la traducción del libro de monsieur Buridan.
Probó la sopa, que valoró con un gesto de aprobación. Como de costumbre, antes de pegar bocado, la nariz grande y achatada había olido el aroma a carne con movimientos cortos y rápidos, al igual que el can cuando rastrea una presa, y que hacían reír a su mujer.
—¿A dónde has ido tan temprano?
—A la capilla.
—¿Y…? —Arqueó levemente una ceja, la respuesta le parecía incompleta.
Él tragó saliva, se tocó la poblada barba albina y la complació con la verdad:
—Esta noche he tenido un sueño extraño. —Bajó la mirada porque le costaba decir lo que iba a revelar, y tras un suspiro confesó—: Un ángel se me manifestó, me entregó un libro y…
—¿¡Un ángel!?
—Sí, querida. —Sus ojos vidriosos despedían un intenso brillo de júbilo al recordarlo, incluso diría que se le salían ligeramente de las cuencas—. Como buen cristiano, nada más levantarme he querido agradecer semejante intervención divina.
—Has hecho bien, querido —aprobó Perenelle, tal y como era de esperar por parte de una ferviente cristiana como ella.
Y lo tomó de la mano. Vaciló en preguntarle; no quería que pareciese que ponía en entredicho su palabra, pero, ante la inverosimilitud de lo que relataba su marido, terminó por indagar:
—¿Cómo sabes que era un ángel?
—¡Lo era!, ¡lo vi con claridad! ¡Aquella mirada penetrante despedía una sabiduría y templanza que solo podría hallarse en un ser celestial! —recalcó en tono convincente y con el rostro desbordado de emoción—. Y me decía que el libro que él tenía en las manos me sería entregado, y me aportaría gran conocimiento y las mayores bendiciones.
Pero la duda asomó a su mente para ahogarle la ardorosa ilusión.
—Aunque a lo mejor todo ha sido fruto de mi imaginación… —dijo con voz apagada y la mirada hacia abajo.
—Nadie conoce los designios del Altísimo, no subestimes la voluntad de Dios. El Señor siempre confía en sus fieles siervos para con su Obra.
Como siempre, las palabras de Perenelle tuvieron buen efecto sobre él.
—¡Cierto! ¡No hay mayor gloria que acatar la voluntad del Señor! ¡Y si ese es mi destino, es lo que haré!
Esa noche pasaron la velada delante de la chimenea, pensativos, embargados por el aroma y el crujir de la leña quemándose, y la lumbre del fuego que hipnotiza. Aunque no conversaron más sobre el tema, por sus cabezas no rondaba otra idea que la posibilidad de que aquel sueño fuera un llamado divino para llevar a cabo los planes de Dios.