Los Iniciados: La FundaciÓn De La Gran Obra

Capítulo 7

7

Lo oculto sale a la luz

Mirad, os he revelado lo que estaba escondido: la Obra está con vosotros y en vosotros; y porque se halla siempre en vosotros, siempre la tendréis presente, estéis donde estéis, en la tierra o en el mar…

HERMES TRISMEGISTO

Flamel preguntó al obispo Guillaume:

—¿Vos también lo sois?

—No, pero cuento con hermanos de la Iglesia que sí, y me han enseñado cuanto sé. ¡Y bien sabe Dios cuán agradecido estoy! —Se giró hacia el crucifijo y se santiguó para corresponder al Salvador.

—¿Han logrado la Piedra?

—No, pero no descarto algún día ver mi sueño cumplido. —Levantó la vista centelleante hacia un punto indefinido, fundiéndose de gozo al soñar despierto.

—Debo descifrar un libro que contiene imágenes que escapan a mi entendimiento. Incluye fragmentos en griego, que desconozco por completo.

—Mi humilde servidor, Dios nos dio los ojos para ver… —sermoneó el obispo a Nicolás al tiempo que alargaba la mano para asirlo con firmeza por el hombro; comenzó a andar hacia la puerta, llevándoselo con él.

Los tres salieron fuera y se quedaron delante del pórtico central de la catedral, el Portal del Juicio Final. La atención se iba a las más variadas imágenes cristianas, talladas con esmero y perfección sobre la piedra: Cristo Hombre, el redentor, con nimbo crucífero, sentado majestuosamente en su trono de gloria, mostrando las llagas de las manos, junto a su corte celestial —ángeles, patriarcas, los doctores de la Iglesia, vírgenes y mártires—, contempla las escenas del Juicio Final, donde las almas de los justos son conducidas por el arcángel san Miguel al paraíso; y las de los condenados, atados con cadenas, arrojadas a manos de los demonios a los tormentos del Infierno.

Pero Guillaume las pasó de largo y se centró en el pilar central. Señaló un bajorrelieve ubicado en el pedestal del parteluz.

Acto seguido, Flamel exclamó, maravillado:

—¡Aparece en mi libro! —Una mujer sentada en un trono con una escalera apoyada en el pecho: la figura era tan majestuosa que difícilmente se podría olvidar. Al igual que otras ilustraciones del Libro Dorado, lucía tallada en la piedra del templo—. ¿Cómo no me he dado cuenta al entrar?

—Como dijo nuestro Salvador: «A vosotros os he dado a conocer los misterios del Reino de Dios, mas a los otros en parábolas, para que viendo no vean y oyendo no entiendan».

Anselmo y Nicolás comprendieron la correspondencia de sus palabras con el hermetismo que giraba en torno a la alquimia, nunca transmitida de manera clara y abierta.

—Esta mujer es la Dama Alquimia, nuestro Arte. —Guillaume empezó a arrojar luz sobre el significado oculto—. Observad los dos libros que sostiene en la mano: uno abierto, el exoterismo o conocimiento profano; otro cerrado, el esoterismo, el conocimiento oculto de las cosas.

»Su cabeza toca las nubes del cielo. Sentada en un trono, lleva un cetro en la mano izquierda, emblema de su soberanía y poder. Ante el pecho, una escalera con nueve peldaños. —Trepó con los dedos por los escalones—. La escalera filosófica o scala philosophorum, que conduce al Iniciado al conocimiento de la Ciencia Pura, un jeroglífico de la paciencia necesaria en el curso de las nueve operaciones que el alquimista debe completar en su labor hermética.

A priori, desde un punto de vista teológico, el medallón podría entenderse como el ascenso de las almas al mundo celestial, pero ahora se le había desvelado su otro significado alquímico. Todo cobraba un nuevo sentido con la explicación del santo padre.

—Los nueve peldaños del Magisterio de la Gran Obra, que se suceden a través de tres fases principales —esclareció Anselmo, rebosante de orgullo.

En cuestión de pasos no había consenso.

Los filósofos transitaban caminos diferentes; la mayoría lo acortaba a siete y otros superaban los nueve, así que cada uno recorría un distinto número de estadios en su arduo intento de alcanzar lo inalcanzable.

—Exacto. —El obispo confirmó sus palabras con un lento cabeceo.

Guillaume les mostró, a derecha e izquierda del pórtico, dos ringleras superpuestas de más figuras y medallones con temas herméticos —como el anterior, a la altura de los ojos—, una retahíla de preciosos relieves en la piedra de ambos laterales. Dio una vuelta por el portal, pasando la mano por ellos para presentar aquella joya escultórica con un ademán solemne de pura devoción; lo complementó con un paso ceremonial resuelto, cabeza alta en señal de dignidad y marcha elegante; solo verlo seducía a seguirle.

Flamel reconoció unos cuantos y quedó extasiado, incapaz de rehuir la atracción de tan bellos jeroglíficos, transportado por aquellos mapas lapidarios hacia un mundo de enigmas que aquel hombre santo se ofrecía a desvelar.

Como si se le hubiera retirado un fino velo, la catedral aparecía como un libro abierto sobrecargado de conocimiento oculto, un manual alquímico, un portal de lo profano a lo sagrado; y, por su descomunal altura, más bien un puente entre la tierra y el cielo.

—¿Por qué hay tantos relieves alquímicos? —preguntó Flamel.

—Desde hace unos siglos, la Iglesia es una ferviente seguidora de esta ciencia arcana —confesó Anselmo un secreto que, con el paso del tiempo, había llegado a ser público, hasta el punto de que la propia Iglesia había reconocido y aceptado la ciencia de manera formal—. Por eso, ha plasmado esta sabiduría en sus edificios, en honor a la amada alquimia.




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