Los latidos del corazón

Capitulo 3

​El tiempo transcurrió y la pequeña Rosa pasó de estar en brazos a poder caminar sola. A pesar de tener una madre tan estricta, la niña crecía hermosa; nadie podía entender cómo podía ser tan inocente estando rodeada de tantos desafortunados sucesos.

​Algunas personas del pueblo la veían con amor y otras con desprecio. Incluso, algunos le regalaban cosas pensando que la podían ayudar, sin saber que su madre se las quitaba para dárselas a sus hermanos, pues según ella, ellos sí las merecían. A Rosa solo la estaba criando para trabajar y darle una mejor vida a ella y a sus hermanos.

​Las finanzas de Margarita decayeron por completo, no tuvo otra opción que despedir a los empleados, vender su casa y comprar una pequeña y modesta. A los 7 años, cuando Rosa aún tenía esperanza de que su madre la amara como a sus hermanos, ese mismo año la empujó a las brasas del fogón, a trabajar. Le enseñó a hacer dulces, que luego debía salir a vender mientras sus hermanos recibían educación y su madre se quedaba en casa.

​Ha pasado un año desde que Rosa comenzó a trabajar. Ese día, como todos los demás, no fue la excepción: se despertó en la madrugada para trabajar y salir a las calles sola.

​—¡Rosa! — La señora Celia le hacía señas para que se acercara — Pequeña, ¿qué haces tan temprano en la calle?

​—Es que necesito vender todo temprano — la pequeña respondió sonriente —. No es por nada, señora Celia, pero ¿no ha escuchado que esta pequeña niña hace los mejores dulces de la isla?

​—¿En serio? — Celia comienza a ver la pequeña cesta que lleva la niña.

​— Claro que sí — con destreza deja al descubierto una variedad de dulces —. Le aseguro que si me compra alguno no se va a arrepentir. Están hechos de coco y papelón. Si mira estos de aquí, son hechos con harina.

​— Se ven deliciosos.

​—¡Exacto! Y todo es hecho a mano. Dicen que los dulces hechos a mano son aún más deliciosos — la pequeña envuelve varios —. Le aseguro que no se va a arrepentir.

​Celia toma los dulces de la mano de la pequeña. Aunque es temprano y normalmente no los comería, al verlos se ven tan apetitosos que decide comprarlos. Después de haber pagado, se da cuenta de que una pequeña niña de apenas 8 años la convenció con simples palabras y unas pocas sonrisas.

​—Rosa, eres una gran negociante — le responde la mujer atónita.

​— Siempre es un gusto, señora Celia — Rosa le sonríe —. Me tengo que ir, salude a Paco de mi parte.

​—Claro que sí, mi hijo se alegrará de tus saludos.

​La pequeña camina calle abajo hasta llegar a la orilla de la playa. Un niño de tez bronceada y hermosos ojos marrones la saluda. Rosa ve cómo el padre del niño lo reprende duramente por saludarla. Es su amigo Luis (aunque nadie sabe que son amigos). Luis es un niño que siempre está pulcro, con ropa hermosa, mientras ella siempre está descalza, con su vestido un poco sucio.

​— ¡Dulces de coco! — grita la pequeña Rosa —. ¡Los mejores de la isla!

​Así recorre todos los días la playa, atrayendo la atención de los turistas. Al mediodía, Rosa ya está exhausta. Son pocos los dulces que logra vender ese día. Llega hasta la parte más remota de la playa, donde hay una pequeña cabaña destartalada. Nadie se atreve a ir allí.

​El lugar perfecto para esconderse, para ser solo una niña y fingir que no tiene que trabajar o escuchar las quejas de su madre. Rosa se asegura de que nadie la siga antes de entrar en la pequeña cabaña. Al entrar, la madera del piso cruje y el viento silba a su alrededor: una atmósfera extraña pero acogedora.

​— ¡Rosa!

​Al escuchar la voz chillona de un niño, Rosa deja la cesta donde lleva los dulces a un lado y corre a los brazos del niño, que es un poco más alto que ella: su amigo Luis.

​— ¡Luis! — Repite Rosa y se separa de los brazos de su amigo —. Tu padre te va a regañar si descubre que vienes a este lugar.

​— No te preocupes — Luis agita sus brazos escuálidos —. No se va a dar cuenta y, además, es divertido jugar contigo.

​— ¿Qué propones hacer?

​— ¿Quieres jugar a las escondidas?

​—No, Luis — Rosa cruza los brazos sobre el pecho —. Siempre pierdo, aparte ya conoces todos los escondites posibles.

​— Tienes razón — involuntariamente Luis frunce el ceño.

​— Y en realidad hoy no me puedo quedar mucho tiempo, casi no he vendido nada.

​Luis observa los dulces dejados a un lado, camina hasta ellos y comienza a comer.

​— ¡Luis!

​Rosa corre, trata de quitarle la cesta de las manos, pero Luis la levanta encima de su cabeza, donde Rosa no los puede alcanzar.

​— Sabes que es malo comer tantos dulces — Rosa hace un pequeño puchero retorciendo sus pequeñas manos.

​— No te preocupes — responde el niño con la boca llena —. Sabes que me encantan tus dulces.

​— Siempre los terminas comiendo todos. Los dientes se te van a poner feos, ya verás.

​Los dos se rinden, terminan sentados uno al lado del otro en un pequeño rincón de la cabaña.

​— Toma — Luis coloca en la mano de Rosa unas cuantas monedas —. Los dulces estaban deliciosos.

​Rosa guarda las monedas y le entrega a Luis los dulces que no pudo comer.

​— ¿Tanto te gustan? Casi siempre eres tú el que compra la mayoría de las cosas que hago.

​— Me encantan — Luis desvía la mirada —. Son deliciosos — su sonrisa le ilumina el rostro.

​— ¡Qué bueno que te gusten tanto! Pero no puedes comprar tantos todo el tiempo.

​—¿Quién dice que no puedo?

​Rosa le propina un pequeño golpe en el brazo, ocasionando que el niño se tome el brazo de forma exagerada.

​— No seas llorón, no te pegué tan duro y sabes que si el señor Andrés se entera que me estás comprando dulces te va a regañar.

​— No te preocupes por eso.

​Luis se levanta, ayuda a Rosa a ponerse en pie. Los dos amigos se sonríen, despiden sin saber el futuro que les espera.



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En el texto hay: familia, romance, vivencias

Editado: 16.10.2025

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