Julius dio dos largos pasos que fueron solo el preámbulo de una rápida marcha, con el puño levantado, listo para estamparlo en la boca de Francis, pero al ver que este se giraba y llamaba con un leve grito a una mujer que rondaba por ahí, se detuvo.
—Profesora Edna, ¿podría venir un momento? —La aludida se acercó al moderador con cara de incertidumbre, mientras Francis bajaba el tono de voz para que los trillizos no lo escucharan.
—Este se está ganando una buena patada de mula —se quejó Pierre—, y creo que tú eres el indicado para hacerlo —dijo, palmeando la espalda de Julius.
—Yo creo lo mismo... espera, ¿qué?
Antes de poder hacer o decir cualquier otra cosa, la profesora se acercó a ellos, Gabriel sintió que el estomago se le encogía ante la nada agradable apariencia de la mujer.
Edna era de estatura muy baja y edad muy avanzada, su atuendo era negro en su totalidad, y un abanico de encaje del mismo color, descansaba colgado de su muñeca, su piel era tan blanca que resultaba traslúcida, y sus pequeños ojos eran dos piedras de ónix. El único vestigio de color que portaba era un camafeo que adornaba su pecho con una piedra purpura, ágata, tal vez.
—Síganme —dijo con una voz cascada por la edad y bastante agresiva y seca. Los chicos caminaron tras ella, Julius se dio media vuelta con una sonrisa perversa, y señalando al sonriente Francis, hizo el ademán de degollarse con su dedo índice.
La oficina de Edna era una sala pequeña y redonda, con un enorme escritorio de madera pesada y oscura, cortinas de terciopelo rojo impedían la entrada de luz, y sofocaban el aire, volviéndolo pesado y húmedo.
La mujer señaló las dos sillas delante del escritorio, mientras ella se sentaba en un sillón de respaldo exageradamente ancho y alto, lo que la hacía ver más pequeña.
Sosteniendo la nota verde manzana con sus dedos pulgares e índices únicamente, Edna releyó mentalmente, mientras Pierre y Julius se sentaban, dejando a Gabriel de pie, como era su costumbre.
—Nombres —dijo la mujer con voz cortante.
—Julius.
—Pierre.
—Gabriel. —Este último tartamudeó un poco.
—¡Nombres completos!
—Julius Leblanc —dijo el chico de mala gana.
—Así que ustedes son los hijos de Nicolás Leblanc —exclamó la mujer con un tono jovial e inusualmente dulce, sin dejar que los otros hermanos contestaran.
—Así es —confesó Pierre con una sonrisa, disfrutando una vez más del peso de su imponente apellido.
—Me dijeron que estudiarían en mi fraternidad, esperaba ser yo la que los guiará en el recorrido, pero la profesora Cecil se me adelantó.
—Por desgracia —terció Pierre.
—Sí, ella es un poco “peculiar” —explicó la mujer, con una sonrisa de complicidad—. Supongo que no les explicó todo como es debido.
—De hecho.
—Y creó alguna confusión que los molestó.
—¡Así es! —agregó Pierre.
—Y todos aquí sabemos que Francis es un poco exagerado. Debo suponer que ustedes solo hablaban de cosas privadas cuando él apareció y armó este malentendido, ¿no es así?
—¡Sí, eso mismo pasó! —Pierre no cabía en sí de tanta alegría, por fin su apellido tenía el efecto deseado, definitivamente Edna era su profesora favorita.
—Bueno, yo creo que nos desharemos de esto —dijo la anciana, arrugando el reporte y tirándolo en un cubo de basura, junto a su escritorio. Después, abrió un cajón y sacó tres hojas que les extendió—. Este es su horario, las clases comienzan a las ocho, pero, si quieren desayunar, deberán estar listos más temprano, y en cuanto a Francis, si pregunta díganle que les di una buena reprimenda, ¿sí? —dijo, guiñando un ojo.
—Profesora, es usted sencillamente encantadora —exclamó Pierre, poniéndose de pie. La mujer sonrió con suficiencia y tapó su mentón con su abanico abierto.
Julius, quien había estado revisando su horario, dio un vistazo al de Pierre, para después arrebatarlo de su mano.
—Oiga... son iguales.
—Así es, el licenciado Leblanc pidió que estudiaran en el mismo salón.
—¡Pero no es posible! —se quejó Pierre, poniéndose de pie—. ¡Apenas nos toleramos! ¿Cómo pretenden que pasemos el año entero juntos?
—Mis niños, yo no puedo hacer nada ante los deseos del presidente municipal de Celes.
—¡Si puede! Usted es la asesora de Alfa, tal vez podría…
La mujer negó con la cabeza mientras extendía sus manos con las palmas hacia afuera en dirección a Pierre.
—No hay nada que hacer, niños. —Su voz sonó notablemente menos dulce.
—¡Mierda! —berreó Julius, dejándose caer en la silla de nuevo.
La mujer apretó los labios ante esta palabra y lo miró con dureza.
—¡Vayan a alistar sus útiles para mañana! El comedor abre a las siete. —Los chicos salieron de la oficina de la profesora con notoria frustración.
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Editado: 09.01.2021