Mientras Julius revisaba las diferentes instalaciones del palacio Alfa y Pierre se perdía embelesado, entre los aparadores del jardín Esmeralda; Gabriel miraba con admiración, el enorme teatro del colegio, que anunciaba orgulloso, la obra de “La cortesana limosnera”, para el siguiente mes.
«Debe ser genial actuar aquí », pensó Gabriel para sus adentros, «pero, mis hermanos se burlarían si supieran que me interesa la actuación». De pronto, el trillizo sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal, al recordar que Cecil era la maestra de artes «Debe ser horrible trabajar ella», pensó el chico.
Una vez más, Gabriel echó a caminar. Sin pensarlo, había dirigido sus pasos al jardín Esmeralda, para ser más exactos, al Emporio de la moda, y pensando en saludar a Vera, su rostro se adornó con una sonrisa. Pero, al entrar, miró que la chica se encontraba en compañía de otra joven, la profesora Cecil, y la profesora Edna. Disimuladamente, Gabriel se acercó por detrás de unos maniquíes, para escuchar que ocurría.
—Yo estoy segura de que la falda venía con ese horrible corte —se quejó la alumna de cabello castaño, mientras sacudía una falda tableada de color amarillo chillón en su mano.
—¡Pero si la compraste la semana pasada! ¿Por qué vienes a reclamar hasta ahora? —replicó Vera—. Además, yo estoy casi segura de que iba en perfecto estado.
—Pues eso resuelve todo sin lugar a duda alguna —exclamó la profesora Cecil en tono jovial—. La señorita Vera está casi segura, mientras que la señorita Diáspora está completamente segura. Es sencillo a quien hay que darle la razón, ¿no cree, profesora Edna? —La aludida asintió, mientras ocultaba su sonrisa tras su abanico.
—¡Es que la falda iba bien! —se volvió a quejar Vera—, estoy segura de que ella la dañó para molestarme.
—¡Vera Fontaine! —exclamó Edna, en tono enérgico, mientras apuntaba a la chica con su abanico abierto, como si quisiera degollarla con él—. ¿Tienes pruebas de lo que dices? ¿Testigos al menos?
—No —contestó Vera, agachando la cabeza.
—¡Entonces limítate a no hacer esas acusaciones tan feas y de mal gusto!
Cecil puso su mano en el hombro de Vera y con un tono dulce y maternal, le dijo:
—Cambia la falda dañada por una nueva, Vera. Y esta vez, revisa que esté en buen estado, para evitar estos desagradables malentendidos. —Vera suspiró con frustración, tomó la falda de la chica y se dio media vuelta, rumbo al almacén, ante la sonrisa triunfante de la alumna Diáspora—. Vera… —le llamó Cecil de nuevo—, entiendes que el costo de la prenda dañada se descontará de tus créditos, ¿verdad?
—Sí, profesora Cecil —musitó la chica de muy mala gana, perdiéndose tras la puerta del almacén.
—¡Es increíble que se ponga así de insolente después de lo que hace! —se quejó Edna—. Y en cuanto a ti, Diáspora querida, ¿cuántas veces te he dicho que revises minuciosamente todo lo que venga de un omega?
—Lo siento, profesora Edna, es que tengo demasiada fe en la humanidad —respondió la chica, apompando el moño de su cabeza.
—¡Demasiada! —coincido Edna, mientras se abanicaba.
Gabriel rodeó a las mujeres procurando no ser visto, colándose en el almacén.
—Vera —llamó el trillizo a la chica.
—Gabriel, tú no puedes estar aquí —dijo la joven al verlo—. Hace rato te dejé pasar con tus hermanos, pero fue un caso excepcional.
—Lo sé, pero yo... —El chico bajó la mirada sin saber que decir, mientras el color subía a sus mejillas.
—Escuchaste lo que pasó y sentiste pena por mí y vienes a consolarme —aventuro Vera, mientras revisaba la falda que le entregaría a Diáspora.
—¿Soy tan obvio?
—No en realidad, pero te vi detrás de los maniquíes —admitió con una sonrisa la chica.
—Se me hizo un poco cruel que desde el inicio fue caso perdido que te defendieras.
—Lo sé, pero aun así, me gusta dar batalla.
—También me sorprendió lo cruel que se oyó la profesora Edna. Cuando nosotros la tratamos se portó mucho más… amable.
—Es porque ustedes son alfa, y Edna es una lambiscona zalamera, pero tratándose de omegas, es una tirana; y en cuanto a “la profesora Cecil” —dijo a modo de arremedo—, es una perra en general, pero estoy acostumbrada.
—Pues me parece mala pata —admitió el chico, recargándose en una pila de ropa doblada, la cual se tambaleó ante su peso, desplomándose—. ¡Lo siento, lo siento! —Gabriel intentaba recoger la ropa, pero estaba tan nervioso, que se le caía de las manos.
—Tranquilo, yo la recogeré —dijo la chica sonriendo—. Es increíble la cantidad de sangre que te puede subir a la cabeza. —Vera picó con su dedo índice la mejilla de Gabriel—. No me imagino a los pesados de tus hermanos así de sonrojados.
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Editado: 09.01.2021