Los Malcriados

Capítulo 16: Guerra de comida

Pasaron mil excusas por la mente de Pierre, pero el puño de su hermano fue más rápido.
Con una velocidad increíble y aún más increíble agresividad, Julius asestó un golpe en la mejilla de su hermano, seguido de uno igualmente fuerte en el estomago. Pierre se dobló, cayendo al piso, mareado por el dolor y con la visión borrosa.

—Ahora duérmete, pedazo de mierda —le dijo Julius, regresando a su cama.

En ese momento, la puerta se abrió, Gabriel se quedó de pie en el lumbral, extrañado ante la escena.

—¡Acuéstate y duérmete! —gritó Julius, a lo que Gabriel obedeció sin rechistar.

La siguiente semana no fue buena para Pierre, tuvo que rogarle a Julius hasta que este le prestó uno de sus uniformes para poder asistir a clases. Tuvo que concentrarse en no perder más créditos, además de comer la horrible comida en la casa Omega que, aunque insípida, era gratuita, para poder ahorrar y comprarse uniformes.

Y mientras veía su imagen física y social deteriorarse ante sus ojos, el rencor hacia Cecil y la gran ballena negra iba en aumento, deseando con ansias el momento del desquite.

Mientras Pierre sufría en su pequeño infierno, la vida para Gabriel fue todo un paraíso en su primera semana, aunque su hermano hubiera echado a perder uno de sus uniformes, se hizo fácilmente de otro, y con un gran descuento gracias a Vera; quien por cierto, se había vuelto su compañía habitual durante los recesos, la chica empezaba a interesarle más, y a su vez, las clases le parecían interesantes y sus profesores simpáticos en su mayoría, y, aunque aún faltaba para iniciar en el taller de teatro, la vida en Nuestra Señora de las Tierras le parecía enormemente satisfactoria.

Por su parte Julius pasó su primera semana con indiferencia. Las clases eran sencillas, los créditos se amasaban con generosidad, y se perdían aún más rápido con los excesivos precios de la comida en el palacio Alfa. Sus modales agresivos e insolentes le habían ganado cierta fama y la mayoría del alumnado le rehuía, solo ante el profesor Vincent se controlaba un poco, pues el profesor era igualmente agresivo, pero mucho más fuerte. De vez en cuando procuraba a Francis, con quien pasaba ratos agradables, pensando que él podía ser su primer amigo. Por desgracia esta normalidad rutinaria le empezaba a aburrir y su instinto delincuente y anarquista empezaba a removerse, exigiendo un poco de diversión extra escolar.

Acababan de terminar las clases de ese viernes. Tenía todo el fin de semana para aburrirse y quería hacer algo que diera un poco de emoción. Mientras entregaba su tarjeta de crédito para que le cobraran la comida, miró su bandeja: una rebanada de pizza, una bolsa de frituras y una lata de soda de fresa.

—¿Va a ser algo más? —preguntó el chico al otro lado de la barra.

Julius sonrió mientras contestaba:

—Eso de ahí —dijo, señalando un pastelillo de hojaldre con crema batida y dos fresas fileteadas en forma de abanico adornándolo.

El chico tecleó el precio, le devolvió la tarjeta y le extendió el postre.

Julius había visto innumerables veces las guerras de comida en televisión. Pero nunca había participado en una, y es que la secundaria a la que había asistido, era pública y solo contaba con una tienda cooperativa hedionda.

Sin embargo, en teoría, la fórmula era sencilla, arrojarle comida a alguien que estuviera suficientemente lejos, y esperar que la persona reaccionara del mismo modo, entonces sería cuestión de segundos, para que todos en el comedor hicieran lo mismo.

Tomó asiento en una mesa pegada a una de las paredes, dos chicas que estaban ahí se pusieron de pie al instante y se apartaron de él. Julius buscó con la mirada a su víctima, alguien quien, estaba seguro, contestaría el golpe.

Por otra parte, las miradas se volvían hacia el atractivo y alto chico de alfa, que se indignaba a entrar en el comedor Omega, en compañía de aquella joven de cabello negro.

—Todos te miran —le dijo Vera a Gabriel, en voz baja.

—Sí, pero ha sido así toda la semana, estoy acostumbrado.

—Tal vez deberías empezar a comer en el palacio Alfa.

—No mientras no te dejen entrar a ti —le sonrió el trillizo.

—¿Qué van a querer? —preguntó la chica al otro lado de la barra de comida.

—Hola, Lisa. Yo quiero una ensalada de frutas —comentó Vera, señalando los pequeños contenedores transparentes que mostraban los cubos de sandía, melón y manzana—, y un yogurt de fresa.

—Claro, aquí tienes Vera. Y a ti, ¿qué te ofrezco, guapo? —preguntó la chica con coquetería.

Gabriel se sonrojó hasta las orejas y se agachó sobre la comida para disimular, pero en su torpeza, su frente dio contra la vitrina de acrílico que impedía que el alumnado robara o estropeara los platillos.

—¡Cuidado! —le gritó Vera, asustada.

—Lo siento, que tonto soy.

La chica de la barra desvío la mirada con pena ajena, tal vez el joven alfa fuera guapo, pero era demasiado tonto y torpe como para alimentar su interés.




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