Los Malcriados

Capítulo 17: Artística agresiva

—¡Ustedes no pueden hacer eso! —gritó Julius, lo cual sonó más como una amenaza.

—¿Que no podemos? —repitió el profesor Vincent—. ¡Solo observa!

—Si me permiten —intervino Cecil, a lo que los tres la voltearon a ver—, no veo necesaria una decisión tan drástica.

—¡¿Qué no?! ¡Este alumno es grosero, problemático e insolente! Yo preferiría expulsarlo, pero desgraciadamente la política de la escuela lo prohíbe, pero es claro que como mínimo no merece estar en la fraternidad más prestigiosa, y será un placer tenerlo en mi fraternidad, para educarlo como se debe.

—¿Perdón? —se indigno Edna—. ¿Está sugiriendo que yo no lo sé educar?

—¡Eso mismo, Edna! —soltó Vincent—. Tal vez el chico es demasiado para ti.

—Lo que yo no entiendo, es como logró entrar aquí con tales problemas de disciplina —dijo Cecil, mortificada.

Julius mordió su labio, haciéndose cada vez más pequeño en su silla, la situación era humillante, pero estaba más que acostumbrado, fue lo mismo en la primaria, en la secundaria y en su casa incluso, era tan común ver adultos hablar de él como si no estuviera presente y quejándose del terrible dolor de culo que era. ¡Qué más daba!

—¿Tú estás de acuerdo? —le preguntó en tono gentil la asesora de Omega. Julius miró con desdén a Cecil, mostrándole los dientes en un gesto insolente e instintivo, casi animal.

—¡Responde! —le exigió Edna.

—No oí —contestó Julius, sonriendo.

—Te permitiremos permanecer en tu fraternidad, pero a cambio te pondremos un alumno asignado, alguien que cuide que no te metas en más líos. Eso es una buena solución, ¿no crees? —Cecil se había oído tan linda que Julius casi le creía, pero no, ya sabía que era una perra, y una con mucha rabia.

—¿Y quién sería?

—Yo lo asignaré si me lo permiten —dijo la profesora—, y creo que sería ideal el mismo castigo para Pierre, una vez que se despierte.

—Él no hizo realmente nada —comentó Vincent, desconcertado.

—Él respondió el ataque, desatando todo esto, cuando su deber era acusar a su hermano con alguna autoridad, así que yo supongo que merece un castigo similar. —Ante la vista de descontento de los dos profesores, Cecil continuó—. No lo vean como un castigo, tener un alumno que lo vigile, evitará que se necesite otra sesión como esta.

—Puede que tengas razón —concluyó Edna—. Por lo pronto, tú y tu hermano tendrán los reportes correspondientes.

—Sí, otro a la colección. —Vincent achicó los ojos ante el comentario.

—Ve a mi oficina, mañana a las siete, pastelito azucarado —pidió Cecil, dirigiéndose a Julius.

—Es muy temprano y mañana es sábado.

—No creo que estés en posición de discutir eso, Chiquitín. Mañana a las siete.

Sin agregar más y como si los movimientos estuvieran ensayados, los tres profesores se pusieron de pie y se retiraron.

Cuando Julius se vio solo, se levantó y tomó algunos segundos para analizar lo recién escuchado. Una vez más estaba en problemas, una vez más nadie tenía expectativas en él,  y una vez más, se sentía estúpidamente solo.

El joven Leblanc salió de la oficina y corrió con toda la fuerza que pudo darle sus piernas, se dirigió al edificio de los salones y sacando una ménsula de su bolsillo, se inclinó sobre una de las puertas, dispuesto a violar la cerradura. Lo hizo sin ningún pendiente, sabía que ese edificio estaría vacío todo el fin de semana.

Tras siete minutos, la puerta cedió, dándole paso al salón de Cecil. Tal como lo recordaba, en un extremo descansaban varios caballetes y lienzos en blanco, tomó uno, lo acomodó, y cogió del librero una paleta, pinceles y varios tubos de pintura y comenzó a dejar que toda su frustración saliera en contra de la tela blanca.

Iba entrando Gabriel al palacio Alfa, bendiciendo su buena suerte, cuando miró la conmoción que reinaba en el comedor. Un olor duce y nauseabundo salía de ahí, mientras numerosos alumnos Omega se esforzaban por limpiar y varios alumnos de uniforme de bies dorado observaban.

—¿Qué ocurrió? —le preguntó tímidamente a una muchacha de complexión gruesa que compartía clase con él, pero que pertenecía a Omega, la cual estaba sacando una caja de cartón que contenía varias piezas de vajilla rota. La chica lo miró de arriba abajo sin terminar de reconocerlo:

—¿Vienes por más, “pene chico”?

—¿Disculpa?

—¿Te cambiaste el peinado?

—¡Ah, ya entiendo! —exclamó Gabriel, saliendo de su turbación—. Me confundes con uno de mis hermanos. Yo soy Gabriel, mucho gusto. —Desconfiada, Anetta miró la mano que el chico le extendía—. ¡Oh, lo siento! —se disculpó Gabriel, al darse cuenta que la morena tenía las manos ocupadas con la pesada caja, y arrebatándosela en el acto.

—¿Qué haces, baboso?

—Te ayudo —respondió Gabriel con una sonrisa—. ¿A dónde hay que llevarlo?

—Te meterás en problemas —dijo la morena, recuperando la caja—. Eres un alfa, yo soy omega, este es mi trabajo.

Gabriel iba a protestar, pero varios alumnos de su fraternidad lo veían con horror mientras murmuraban.

—Un consejo Gabo —dijo Anetta, suavizando su tono—. Mantente en tu lugar y con los tuyos, si no quieres tener problemas serios, más de los que ya tienes.

—¿A qué te refieres? Yo no tengo problemas.

—¡Ay, Gabriel, cómo se ve que los arboles no te dejan ver el bosque! Aquí tú y tus hermanos están metidos en algo grave.

—¿A qué te refieres —musitó el chico, desconfiado.

—Yo no sé nada, solo he visto y he oído cosas. Parece ser que ustedes se pusieron en la mira de alguien muy poderoso, y a como dé lugar los quiere sacar de aquí.

—¿De quién hablas? —lloriqueó Gabriel, pero Anetta no contestó, solo se limitó a seguir su camino.

El joven Leblanc se acercó a otro compañero, para preguntarle lo ocurrido en el comedor, quien de mala gana le explicó que los culpables habían sido sus hermanos, “los malcriados Leblanc”, como les habían empezado a decir algunos profesores.




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