Los Malcriados

Capítulo 18: Frustración

Pierre sonrió con tranquilidad ante la despreciable imagen de Anetta, no debía dejar que nadie se diera cuenta de su coraje, mucho menos la ballena negra o la perra de Cecil.

—¿Algo que quiera decir, joven Leblanc? —preguntó Cecil con un pequeño y casi imperceptible tono de burla.

—No, profesora. No sé que espera usted oírme decir —contestó el chico con la voz ronca y la mandíbula tensa, pero con una perfecta cara de “soy bueno y no entiendo tus malas intenciones”.

—Pues bien, ustedes dos —dijo señalando a Pierre y a Julius alternativamente con la mano—, han hecho gala de una educación deplorable y un lenguaje por demás vulgar, y la culminación de sus malcriadeces la vimos ayer, en el comedor.

—¡Yo no hice nada! —intentó gritar Pierre, pero su garganta aun estaba muy lastimada, por lo que la frase fue disminuyendo en intensidad hasta terminar en un susurro agudo.

—¡Claro que lo hiciste! —contraatacó Cecil, volviéndose hacia él, sin perder su sonrisa—. Tal vez su hermano fue el primero en reaccionar, pero usted no debió seguir el juego, y ahora, aquí tenemos las consecuencias. —La profesora caminó hasta pararse en medio de Anetta y Francis—. El señor De Luca y la señorita Bianchi son de los mejores alumnos de sus fraternidades, y ambos han demostrado que pueden contra sus… “métodos”, por decir alguna palabra. Así que a partir de ahora, cada segundo que ustedes no pasen en clase o en sus dormitorios, estarán obligados a estar junto a ellos, con la clara finalidad de que sus malcriadeces cesen. ¿Está claro?

—Por mí no hay problema —dijo Julius, sonriéndole a Francis.

—Muy bien. ¿Y tú, Pierre?

—¿Tengo opción?

—Oh, pequeño pay de cereza, tus opciones se agotan poco a poco —dijo Cecil con doble intención y saliendo del cuarto.

—¿Y bien? —preguntó Julius sin perder su sonrisa—. ¿Ahora qué?

—¿¡Cómo que ahora qué, pedazo de mierda!? —le gritó Pierre con su voz irregular—. ¡Estoy en una puta cama de hospital por tu culpa! ¡Arruinaste mi único uniforme, mi única comida decente y mi fin de semana!

—¡Ya, no seas maricón! —rio Julius, restándole importancia.

—¡Vales mierda!

—Usa lenguaje soez y vulgar —dijo Anetta para sí, tomando apuntes.

—¿Qué haces, cerda azabache?

—La profesora nos pidió que llevemos una bitácora de su comportamiento, para después decidir si merecen estar en Alfa. —Pierre sintió que la vista se le nublaba, ¿acaso podían cambiarlo de fraternidad?

—Nosotros nos vamos —comentó Francis, sinceramente apenado y tomando del brazo a Julius—. Con permiso.

—¿A dónde vamos?

—A que te pongas ropa decente y de ahí a la biblioteca, para comenzar las tareas que te dejaron para este fin de semana.

—¡Hey, que no me quiero cambiar de ropa! —se escuchó la voz de Julius mientras se alejaban por el pasillo.

—¿El imbécil empieza todo esto, y de castigo le dan una cita con su novio? —se quejó Pierre, luego le dedicó una mirada rencorosa a Anetta, pensando que su fin de semana sería muy largo.

Por otro lado Gaby caminaba sin rumbo, mientras que algunas lágrimas indiscretas salían de sus ojos.

Los tres chicos que lo habían agredido verbalmente por las acciones de sus hermanos en el comedor, le habían dado también una paliza, digna de una película de acción. Ahora su uniforme estaba sucio de tierra, césped y sangre, su cara se sentía hinchada y caliente; y dolía, dolía mucho.

Necesitaba privacidad, necesitaba sentarse y dejar su llanto salir libre, gritar patalear y maldecir su suerte. Pero, ¿a dónde podía dirigir sus pasos? En su habitación estaban sus hermanos y un cuarto compañero al que apenas conocía, incluso los baños del palacio Alfa eran públicos, ¿dónde podía encontrar soledad en esa enorme institución abarrotada de alumnos y personal docente?

Mientras se tambaleaba sin rumbo, los alumnos que pasaban a su lado, se reían, murmuraban e incluso lo señalaban.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó una voz femenina a su espalda. Gabriel se giró avergonzado, y ahí frente a él, como un hada madrina con los brazos extendidos, la hermosa profesora Cecil lo miraba mortificada.

El joven Leblanc intentó decir algo, pero no pudo; intento detener su llanto, y tampoco fue posible; intento sonreír, y su cara se descompuso en una mueca de dolor, tristeza y frustración; y aceptando aquel abrazo inesperado, hundió su cara en el busto de Cecil y como si de un niño se tratara, dejó que el llanto y el hipo escaparan abundantemente. Cecil acarició su cabello con paciencia, esperando a que el chico se repusiera para poder hablar.

Por otro lado, Julius entraba a su habitación junto a Francis.

—¡Qué no me quiero cambiar de ropa, mierda!




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