Los Malcriados

Capítulo 19: Juego por un anillo

Por única contestación, Julius levantó las cejas, mientras sorbía ruidosamente por el popote de la bebida.

—Hablo enserio. Alguien los quiere fuera de esta escuela —exclamó Francis, mortificado, mientras dibujaba sobre el plato con la mermelada de su pastel, ayudado por el tenedor.

—Sé que es enserio, pero no se qué quieres que te diga.

—¿No te sorprende ni un poco? Quiero decir, ¿ni siquiera te preocupa quien puede ser?

—Sorprenderme no, y de saber quién es, déjame ver… —El chico levantó la vista, mientras hacía memoria—. Puede ser el profesor con el que a cada rato nos damos putazos, Vincent, creo; o la asesora que ya no sabe cómo controlarnos; o el moderador de mierda que me mordió una oreja —dijo, dedicándole una sonrisa pícara.

—Estás muy acostumbrado a tener enemigos, ¿verdad?

—Si —contestó Julius sin más, dando un gran bocado a su pastel.

—Bueno, pues creo que esto es más serio. Verás, las personas que acabas de mencionar, con la obvia excepción del “moderador de mierda”, te quieren fuera por tu comportamiento, pero ellos te quieren sacar de forma legal, por decirlo de alguna forma. —Julius seguía la boca de Francis con atención mientras esta hablaba—. Pero, la persona de la que yo hablo lo quiere hacer a como dé lugar.

—Antes de que sigas, deja de decir la persona y dime el nombre. —Francis desvió la mirada sin saber si debía continuar, pero, ante la mirada insistente de Julius, soltó al fin:

—Cecil Cerretti.

Pierre se encontraba sumido en un dulce sueño, recordando sus épocas pasadas de gloria, cuando de pronto, alguien le quitó la almohada de detrás de la cabeza y la estrelló con fuerza sobre su cara.

—¿¡Qué te pasa, cerda asquerosa!?

—¡Qué ya me tienes harta! —le gritó Anetta—. En la noche tengo que ir a mi turno en la lavandería y debo hacer mis tareas en este momento, ¡y tú no dejas de respirar como un pug con gripe!

Pierre se sonrojó en contra de su voluntad.

—Tengo la garganta lastimada, cerda insensible.

—Y ya deja de llamarme cerda, si no quieres que…

—¿Qué? ¿Qué me arruines mi reputación en esta escuela diciendo que te acosé?, ¡ya no tengo reputación, así que haz lo que quieras!, di que te violé si eso deseas, aunque, a ver quien cree que mis bellos 69 kilos pudieron dominar semejantes proporciones de grasa.

—¡Eres un patán insensible! —bramó la chica, golpeando repetidas veces a Pierre con la almohada.

—¡Para, que me haces daño! —gritó el joven con voz aguda. Anetta le dio un último golpe, para después regresar al sillón.

—No puedo creer que seas tan egocéntrico y creído, cuando no eres más que una pantalla.

—¿Una qué? —preguntó Pierre, mientras acomodaba su cabello.

—Pantalla, te vistes bien, tienes actitud fantoche, tu peinado es lindo; tu gargantilla homosexual y el aro de tu oreja te hacer ver bien, pero si quitas todo eso, ¿qué queda?

Pierre alzó una ceja con desgano.

—¿Hablas de esas idioteces de los sentimientos y demás?

—No imbécil. Me refiero a la cara de decepción que tuvieron que poner las chicas que se acostaron contigo, cuando te vieron sin todo ese circo que te cuelgas. Si quitamos todo lo que usas no queda más que un niño arrogante y desnutrido más flaco que mi meñique, con tu piel verdosa y enferma, esos ojos de víbora que te cargas y tu cuerpo de lombriz escurrida.

Conforme Anetta hablaba, la cara de Pierre se iba deshaciendo en un rictus de ira e indignación, sin darse cuenta, guió los dedos de su mano derecha hacia el índice de su mano izquierda.

—Si yo te viera desnudo, en lugar de excitarme, ¡te tiraría con un bolillo para que te alimentes! —le gritó Anetta, pero Pierre no escuchó. Con verdadero horror, levantó su mano para comprobar lo que sus dedos ya le habían dicho: su anillo de plata no estaba.

Ya más tranquilo y resignado a la vergüenza, Gabriel salió del teatro, cuidando de cerrar bien la puerta con la llave que Cecil le diera. Con desánimo, regresó a su habitación, solo para encontrarla vacía. Guardó su flauta, la cual había salido ilesa del ataque por pura obra divina, y moviéndose solo por instinto, se sentó frente al tocador, para ver su reflejo.

La mejilla izquierda empezaba a inflamarse y uno de sus ojos se veía notoriamente más chico, seguramente se amorataría.

—No puedes dejar que te vean así —le dijo a su reflejo—. Ni hablar, si el lunes amanece así de mal, nos iremos de pinta.

El chico bajó la cara, avergonzado de sí mismo, y sus ojos descubrieron los numerosos objetos que pertenecían a su hermano Pierre: dos cepillos diferentes para el cabello, cera para peinar, cremas hidratantes y aclaradoras, además de otra para prevenir manchas por el sol y arrugas, un frasco de vitamina D, y algunos aretes que el chico alternaba en su oreja perforada, entre otras chácharas.




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