Los Malcriados

Capítulo 26: Domingo amarillo y púrpura

Cuando Francis llegó junto a Julius, después de haber levantado dos reportes para los alumnos que peleaban, se sorprendió mucho de encontrarlo sentado en el césped, mientras que su vista se perdía en los dos charcos frente a él, y que alguna vez fueron dos bolas de nieve.

—¿Se te cayeron? —preguntó el joven de las pecas.

—Sí, algo así. Te lo repongo mañana, cuando gane algunos créditos.

—No hay problema, si quieres, puedo comprar otros ahora mismo.

Julius miró fijamente al chico, sin entender su actitud, lo cierto era que las palabras que le había dicho el anciano, habían deteriorado su ánimo y se repetían en su cerebro, “Creo que ese chico de ahí te está haciendo dudar si en verdad eres tú”.

—Me estás asustando, ¿ocurre algo? —preguntó Francis, poniéndose en cuclillas, a la altura de Julius.

—¿Por qué eres tan bueno conmigo? —soltó el chico, se sentía lleno de amarillo por dentro.

—¿Qué?

—Te molesté desde el primer momento en que te vi, te rompí la cara y ahora estás atado a mí, porque Cecil te obliga, ¿por qué eres tan amable con el pendejo que te jode la vida?

Francis se puso de pie, mirando hacia el cielo, de forma que Julius no viera sus ojos cuando contestó:

—No lo sé, al principio fue porque era necesario, si alguien se enteraba de que me peleé contigo, me iría muy mal, me quitarían mi puesto como moderador, y la verdad es que me gusta serlo. Pero, después de eso…

Francis no terminó su frase, lo que prolongo el silencio de forma muy incómoda.

—¿Después? —repitió Julius, sintiendo que algo muy similar al coraje crecía en su interior.

—Después… no sé. Supongo que al principio cooperaste conmigo solo para no meterte en problemas, pero después, te ofreciste a llevarme comida cuando no podía salir de la habitación y empecé a darme cuenta de que eras bueno, solo que…

—¿Solo que qué? —preguntó Julius, poniéndose de pie.

—Quiero decir que, no eres mala persona, es solo que estás… bueno, que estás solo. Te sientes sin apoyo y necesitas que alguien sea tu amigo.

El coraje que Julius sentía se fue acrecentando, el amarillo en su interior se hacía más violento, más brillante, tanto que si pudiera verlo, lo cegaría; y al mismo tiempo, por su cabeza desfilaban algunas escenas recién vividas: cuando él le había llevado comida a la habitación a Francis; cuando se habían acobijado juntos para platicar; cuando Francis le había ayudado a comprar calcetines y después lo había llevado a comer. Como si su cerebro no estuviera suficientemente ofuscado, las palabras del anciano se repetían en desorden en su mente:

“Eres el dolor de cabeza del presidente municipal, Nicolás Leblanc…”. “Tus alas son hermosas, grandes y artísticas,  pero están manchadas…”. “Ese chico de ahí te está haciendo dudar si en verdad eres tú…”. “¿Estás seguro de ser tú…?”. “¡¿Quién eres para ti, Julius Leblanc?!

—Lloras —musitó la voz seria de Francis.

Julius miró desconcertado al chico, mientras que lágrimas corrían libres por su cara, estaba claro: como no lo había sacado, el amarillo ahora se desbordaba por sus ojos.

—¿Estás bien? —Francis puso su mano en el hombro del chico, lo que removió todo en su interior.

Julius apretó los dientes con fuerza, mientras que su puño se disparaba sobre la boca de Francis, haciendo que el chico de las pecas diera dos pasos hacia atrás, mientras que la boca se le impregnaba con sabor a sangre.

—¡¿Qué haces?!

—¡Aléjate de mí, marica de mierda! ¡No necesito tu lástima!—le gritó Julius, echando a correr.

—¡No te debes separar de mi!, ¡soy tu escolta, ¿recuerdas?! —le gritó Francis, con la mano en la boca, intentando inútilmente retener la sangre—. ¡Si te ve algún profesor sin mi compañía, te meterás en serios problemas!

—¡Pues que me vean!, o mejor aún: ¡Ve tú con la idiota de Cecil Cerretti y díselo para que me expulsen de una maldita vez! —Sin agregar más, Julius echó a correr, ante la mirada preocupada de Francis.

—Entonces, si tu hermano pregunta —decía Anetta—, dile  que al principio, te insulté mucho, pero , como vi que tú te portabas bien, me empecé a comportar amable y después de un rato, nos la pasamos súper: comimos, paseamos por la plaza y me dejaste en la puerta de la casa Omega. Y ahora, Gabo, grábate esto… —Gabriel se inclinó hacia el frente, demostrando la atención que le ponía a la chica—. Cuando nos despedimos, te dije: “Debo admitir, Leblanc, que estaba un poco equivocada, si te lo propones, puedes ser una persona medianamente decente”, después sonreí, me sonrojé y agregué: “está bien, lo admito, si te lo propones, puedes ser bastante lindo”, después de eso, entré a las recámaras y no volviste a verme, ¿está claro?




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