Los Malcriados

Capítulo 37: Un atisbo de bondad

Francis regresaba al interior de su habitación, después de platicar poco más de cinco minutos con Julius en el pasillo.

—Creí que acababas de cenar con él, y ahora te viene a buscar a tu cuarto —le dijo Jaru desde su cama—. Si quieres, pido el cambio de habitación para que él se pueda venir a dormir aquí.

—No me digas que a estas alturas, sientes celos —comentó Francis con una sonrisa pícara, mientras se arropaba, el cuarto estaba tan frio, que prácticamente podía ver su aliento.

—Nah, eso ya pasó, pero si estoy intrigado. ¿Qué quería Julius?

—Intrigado, ¿eh? Yo estoy igual, tal pareciera que, aunque él me dice que ya está bien, sigue teniendo problemas de depresión. Me acaba de pedir un favor de alumno a moderador: quiere una llamada a su casa.

—Es raro oír eso. ¿Extraña a sus padres?

—Eso o pasó algo con sus hermanos —reflexionó Francis antes de apagar la lámpara que estaba junto a su cama.

El viernes por fin llegaba a Nuestra Señora de las Tierras, y nuestros trillizos estaban más que impacientes, aunque cada uno tenía sus motivos personales.

Julius esperaba un permiso especial para poder llamar a sus padres, Pierre esperaba la tercera y última cita con Anetta Bianchi y Gabriel más que esperar, temía los planes que su nuevo amigo imaginario estaba maquinando, pues esa tarde, después de clases, se reuniría con Eddie y Hisoka, para comprobar la efectividad del datáfono robado.

Las dos primeras clases pasaron sin pena ni gloria, y la tercera estaba a punto de terminar, y a pesar de ser la de la profesora Cecil Cerretti, parecía que esta vez no habría ningún problema, hasta que el timbre sonó, concluyendo así la primera parte del horario escolar.

—Enjuaguen los pinceles y regresen las pinturas a su lugar, dejen los caballetes donde están —pidió con dulzura la maestra—, después del receso, le pediré a mi siguiente clase que los acomoden de aquel lado, pegados a la pared, así no corremos el riesgo de moverlos ahora y que la pintura se estropee.

La profesora tecleó los respectivos créditos ganados en su datáfono, para después guardarlo y entrelazar sus manos frente a su vestido verde limón.

—Julius y Pierre Leblanc, se que están impacientes por salir a disfrutar de su bien merecido receso, pero necesito hablar con ambos.

Con cara de pocos amigos, los dos hermanos se quedaron frente a la profesora, quien no habló hasta que el último de los alumnos hubiera salido.

—Se que en su mente pareciera que han transcurrido años —dijo con una risilla—, pero lo cierto es que tienen poco más de una semana que se les asigno escolta, debido al “malentendido” de la cafetería.

—¿Y? —preguntó Julius con altanería, apremiando a la maestra para que se apurase.

—Bueno, que desde entonces no he tenido quejas de ustedes, así que, creo que ya será hora de levantarles el castigo. —Las caras de los chicos fueron completamente opuestas, mientras que Pierre irradiaba felicidad, Julius se veía afligido—. Pero, si hasta parecen las máscaras de la comedia y la tragedia del teatro. ¡Qué monos! —rio Cecil.

—Entonces, ¿ya no tengo que convivir con Anetta Bianchi? —preguntó Pierre.

—Bueno, no es así del todo, lamento haberte infundado esperanzas, pero no es tan sencillo. Este domingo le pediré a la señorita Bianchi y al señor De Luca que me den su opinión al respecto, y si ambos están de acuerdo, su castigo terminará oficialmente.

—Es decir que dependo de la gran b… Bianchi —dijo Pierre, mordiéndose la lengua.

—En una forma dramática de decirlo: estás en sus manos.

—¡Maldita sea!

—Lamento oír eso, pastelito de miel, pero en fin. Ya puedes retirarte.

Importándole poco menos que nada la suerte de su hermano, Pierre salió de ahí, abandonando a Julius.

—¿ puedo irme yo también?

—No, Julius. Tengo algo que decirte a ti, en privado. —Julius no pudo evitar sentirse nervioso, como si se encontrara ante una víbora que lo mordería en cualquier momento, sin darse cuenta, comenzó a jugar con la corbata anudada en su cabeza.

La profesora caminó hasta una de las paredes del salón, donde tenía expuestas varias pinturas de sus alumnos, incluida la de Julius. Cecil estuvo a punto de decir algo, pero la voz de Francis, desde la puerta, la desconcertó:

—Buenos días, profesora, ¿aun no se desocupa Julius?

—Aun no, mi cielo. Pero, pasa, quiero que tú, como escolta de este pedacito duro de panqué, escuche lo que quiero decir. —Francis entró al salón, y confundido, se paró junto a Julius. El joven Leblanc sonrió, sintiéndose más tranquilo al lado del moderador—. Hace algunos días, alguien forzó la puerta de este salón y entró en él, tomó material de mi estante y pintó este maravilloso cuadro, lleno de frustración y sentimientos vivos, y tengo la sospecha de que fuiste tú, Julius, y necesito confirmarlo.

—¿Tiene pruebas? —preguntó Julius con burla, a lo que recibió un codazo de Francis.

—Pruebas como tales, no, pero si muchas pistas. Verás, mi querido alumno, el arte es como la voz de una persona, fácil de reconocer, imitable, pero jamás igualado y en cada trabajo que te he puesto esta semana, está impregnado tu estilo personal, al igual que lo vemos en este cuadro, además, toda la ropa que trajiste de tu casa esta manchada de pintura de aceite y acrílica, y esa no se usa para rayar paredes como alguien tonto podría pensar.

Julius miró a Francis, buscando algo de ayuda.

—No te asustes —pidió la profesora con una sonrisa—. No estás en problemas, de todo lo que pudiste hacer en esta escuela, esto es lo más civilizado y menos ilegal posible. Tienes talento y respeto eso, solo quiero saber si tú la hiciste, porque una obra de esta magnitud no merece quedarse sin la firma de su autor. —Acto seguido, la profesora tomó un rotulador negro de punta de pincel y se lo extendió al trillizo.

—¿Para qué es esto?




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