Los Malcriados

Capítulo 71: Una desconocida con una mala noticia

Después de un muy largo viaje en el que hubo más pláticas y más pleitos, el avión por fin aterrizaba en la ciudad de Lintai, en Karenka, a las siete de la noche.

Tras descender del avión y hacer los protocolos necesarios, como cambiar las horas a sus relojes y ponerse ropa más abrigadora, los chicos se vieron con sus maletas fuera del aeropuerto.

—¡Me cago del frio! —exclamó Julius, friccionando sus brazos a través de la chamarra que portaba.

—Yo igual, no creí que fuera a hacer tanto frio —secundó Gabriel, quien portaba un suéter rosa neón con la silueta negra de un gato, esa prenda le daba un aire divertido, pero no impedía que el clima lo afectara.

—Dejen de quejarse, es obvio que no teníamos ropa adecuada para este clima, pero, en cuanto veamos a papá y mamá, les pediremos dinero para ir de compras, lo que me molesta en este momento, más que el clima, es que no veo a nadie para recibirnos.

Reaccionando a las palabras de Pierre, Julius y Gabriel empezaron a buscar con la mirada alguna señal de Minerva o Nicolás, o en el peor de los casos, algún empleado conocido o desconocido que los estuviera buscando a ellos.

—¿Crees que no sabían que llegábamos hoy? —preguntó Gabriel, pegándose a Julius, buscando un poco de calor.

—Si no lo sabían es porque el imbécil de Fermán no se los dijo —auguró Pierre, tomando su maleta y encaminándose al interior del aeropuerto.

—¿A dónde vas? —Julius tomó su maleta, siguiendo a su hermano.

—Adentro, para llamar a papá o a Minerva, no lo voy a hacer aquí mientras el culo se nos congela.

Una vez dentro de la sala, la cual estaba helada, pero no tanto como el exterior, Pierre sacó el teléfono que había recibido el día anterior y se dispuso a marcar el número de Minerva.

—¿No hay que marcar alguna lada?

—Claro que no, baboso, si papá mandó el teléfono de aquí. —La cara de Pierre mostró desconcierto y molestia por igual.

—¿Ocurre algo?

—Está apagado.

—¿Y por qué no lo prendes, baboso?

—¡El de mamá, idiota! ¡Está apagado el teléfono de mamá!

—¡Pues, márcale a papá! —resolvió Julius.

—¡Qué gran idea, cómo no se me ocurrió a mí! —respondió el trillizo en tono sarcástico—. La llamada entra, pero no contesta nadie —explicó después de un rato—. Al que le voy a marcar es a ese inútil de Fermán Lapege para que resuelva esto, después de todo, es su culpa.

Tras algunos segundos en que la llamada terminó sin que fuera atendida por el abogado, Pierre sintió la necesidad de estrellar el celular en el suelo, para liberar un poco de su frustración, pero se logró contener y solo lo arrojó con brusquedad al interior de su piernera.

—¿Qué vamos a hacer?, ya está oscuro afuera y el frio se está descontrolando —lloriqueó Gabriel con voz quebrada.

—Cabañas Hiwa —dijo Julius, haciendo memoria—, así se llama el lugar al que vamos, y tu dijiste que Lintai era pequeña, ¿por qué no vamos caminando?

—Lintai es relativamente pequeña, imbécil, pero no deja de ser una ciudad, nos vamos a congelar a medio camino antes de llagar a las cabañas.

—Chicos —les llamó Gabriel, quien se había acercado a uno de los ventanales del aeropuerto—, está comenzando a nevar.

—Vamos a morir de pulmonía por culpa de esa tortuga vieja de Fermán —se quejó Pierre, empezando a caminar molesto.

—¿A dónde vas ahora? —le interrogó Julius.

—A la casa de cambio del aeropuerto, antes de que cierren, voy a cambiar mis ordilias por la moneda local.

—¿Traes dinero?

—Sí, aunque no es mucho, es lo que me llevé a Nuestra Señora de las Tierras cuando ingresamos, creí que me servirían de algo, pero con eso de los créditos, ni las toqué… hasta ayer, cuando salimos del colegio.

—Con ese dinero podemos tomar un taxi hasta las cabañas —resolvió esperanzado Gabriel.

—¡Esa es mi idea, idiota! ¡Dejen de decir lo que estoy a punto de hacer! —rugió Pierre, apresurando su paso y dejando a sus hermanos solos.

Gabriel bajó la vista, un poco deprimido. El trillizo creía que, cuando regresará de su terapia y después de todo lo que había provocado Márcial, sus hermanos lo tratarían mejor, pero, aparentemente se había equivocado.

—Ignóralo, es que está preocupado —le dijo Julius, mientras tallaba su entumida nariz, a causa del frío—, se cree el mayor de los tres. —Gabriel le respondió con una sonrisa a su hermano.

Después de cambiar las ordilias por kaikas, la cual era la moneda de Karenka, los jóvenes se dispusieron a tomar un taxi, cosa que les costó un poco de trabajo, pues eran muy pocos los taxistas que hablaban a medias su idioma, y menos eran los que estaba dispuestos a no abusar de los turistas.

Tras una acalorada discusión con Pierre, en la que no se entendía más que el tono enfadado del trillizo y la jocosidad del obeso chofer, los chicos abordaron el vehículo, quedando con poco menos de doscientas kaikas.

—¿Es poco doscientos kaikas? —preguntó Gabriel, al ver los billetes rosas con flores dibujadas en ellos, que Pierre les mostraba.

—¡Es una baba! Lo único bueno de esto, es que, cuando esté en presencia de papá y mamá, les sacaré cuánto dinero pueda —aseguró Pierre, guardando el efectivo.

—Yo solo quiero volver a verlos —aseguró Gabriel—, Darles un beso y un abrazo muy fuerte a cada uno, y así, quitarme este presentimiento de encima.

—No está pasando nada, no seas maricón —le dijo Julius, desde el asiento de enfrente.

Al ver que todos hablaban, el hombre de grandes ojos felinos que conducía, decidió participar en la conversación, pero en su idioma natal, cosa que desconcertó a los chicos y molestó a Pierre.

—¡No le entendemos! ¡Cállese! —le exigió el trillizo, pero, el chofer, creyendo que Pierre le seguía el hilo de lo que decía, se inspiró más en su monólogo, donde varias veces soltaba el volante del taxi para hacer ademanes con ambas manos.




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