Los mellizos Quintana

Capítulo 24.

En cuanto llegó a casa, Erick se sentía más tranquilo consigo mismo. En seguida fue a su habitación. Antes de entrar, decidió hacer la tarea pero una vez que estuvo allí, al ver su cómoda y espaciosa cama, decidió dormir. Se quitó el uniforme y se quedó en ropa interior; en seguida se echó a la cama y unos minutos después se quedó profundamente dormido. Estaba soñando cuando interrumpieron su siesta tocando la puerta de su habitación. Se removió incómodo en su cama y decidió ignorar a quien fuera que estuviese detrás de su puerta, pero volvieron a tocar con insistencia. Se levantó de malhumor y abrió con expresión mal encarada.

—¿Qué? —Le preguntó a la muchacha que se encontraba frente a él.

—Emm, señor Erick —dijo la chica ruborizándose un poco y desviando la mirada para no verlo en bóxer—, sus padres quieren que baje al salón principal, necesitan hablar con usted —dijo con tono sumiso.

—¿Qué quieren? —Preguntó de mala gana.

—No me indicaron el motivo, solo me pidieron que lo llamara.

—Sí, ahora bajo —murmuró.

—Ammm, señor Erick.

—¿Sí?

—Debería cambiarse antes de ir —sugirió con las mejillas más arreboladas.

—Ah, sí es cierto. Ahora bajo.

Una vez que estuvo listo, se encontró en las escaleras a su hermana.

—¿A ti también te llamaron?

—Sí —respondió Eva—. ¿Qué querrán?

Él se encogió de hombros. Una vez que llegaron al salón principal, vieron a sus padres, sentados con elegancia en un hermoso sillón negro. Antonia tenía una taza de té en manos y Ernesto removía las suyas de manera inquietante, como si estuviera nervioso. Tanto Eva como Erick se miraron entre ellos. Por alguna razón ninguno tuvo un buen presagio sobre esa situación. Su padre los invitó, con una mirada, a sentarse en el sillón de enfrente.

—¿Qué pasa? —Eva fue la primera en atreverse a preguntar, pues Erick seguía medio dormido.

—Como ya saben, tu padre y yo hemos tenido algunas… dificultades —respondió Antonia, dejando la taza de té en una mesa de centro. Se veía tan relajada y serena que se les hizo extraño a sus hijos verla de esa manera, ya que esos últimos días lucía estresada y muy alterada—. Así que tomamos una decisión que será mejor para todos.

Eva adivinó la decisión que habían tomado, así que comenzó a llorar.

—Cariño —dijo su mamá con tono dulce—, no llores, es lo mejor para todos.

Erick las miró sin comprender. Dio un bostezo y preguntó.

—¿A qué se refieren? No entiendo nada.

—Tu madre y yo vamos a divorciarnos —le explicó el señor Quintana con tono seco.

Erick frunció el ceño. No era la mejor noticia del mundo ni se la habían dado con la delicadeza necesaria; en el fondo le dolía esa decisión, así que soltó un comentario mordaz para demostrar, sin éxito, que no le afectaba.

—Ya era hora, no aguantaba sus discusiones —masculló. Eva sollozó con más fuerza y le dio un codazo—. Hey, ¿qué te pasa? —Protestó, pero al verla tan afectada ya no siguió con su reclamo.

—¿Por qué? —Preguntó la chica.

—Las cosas han estado insoportables últimamente —murmuró Ernesto—. Hablamos y decidimos que eso sería lo mejor, las discusiones nos estaban acabando y no se llegaba a nada bueno con ellas.

—¡Pero hay otras maneras! —Exclamó Eva levantándose. Subió corriendo hasta su habitación.

—¡No corras en las escaleras! —Le gritó su padre, pero lo ignoró.

Una vez que la chica desapareció, hubo un silencio incómodo. Antonia se levantó del sillón con decisión.

—Hablaré con ella. Ahora regreso —les dijo. Subió las escaleras con rapidez y desapareció de su vista.

Una vez solos, Erick, recargando su brazo en el sofá, miró a su padre fijamente.

—¿Qué? —Dijo el señor Quintana con su típico tono hosco. No es que él quisiera ser huraño con sus propios hijos pero así estaba acostumbrado a mostrarse.

Erick se encogió de hombros.

—¿Qué de qué?

—Nada.

—Pues nada.

El señor Quintana rodó los ojos y tomó un periódico viejo que estaba en la mesa para hojearlo. Erick, por su parte, desvió su mirada hacia las escaleras, esperaba que Eva se recuperara pronto de la noticia.

 

***

 

Sin tocar la puerta, Antonia abrió la puerta de la habitación de su hija. Al verla recostada en su cama, llorando, se acercó y se sentó al borde del lecho. Con cuidado comenzó a acariciar los cabellos negros de Eva.

—Princesa, no te pongas así —le murmuró—. Es lo mejor.

—¡Claro que no! —Reclamó ella, sentándose en la cama.

—Ya no aguantamos las discusiones.

—¡Pues no discutan! —Dijo como si fuera lo más obvio.

—Sé que parece que todo fue a raíz de que perdí a… tu hermanito —murmuró cabizbaja, pero en seguida se recompuso, tenía que mostrarse fuerte para apoyar a su hija—, pero las cosas entre nosotros no estaban bien desde antes. Eso fue el detonante.




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