Los Mensajeros del Reino de la Guerra Libro Primero

Capítulo I. La kasipa que  encendió la Guerra

Capítulo I

La kasipa que  encendió la Guerra

                       

Esa noche, en el planeta Gliese, en lo profundo del bosque de las tierras del sur, tres desconocidos llegaron hasta el recóndito paraje para cumplir con el plan estratégico de eliminar al General de los Señores Sciurus. Uno de ellos, se desmontó del cidelino y dio unos pasos hasta colosal árbol. El tallo, del wunu, era tan amplio que su sombra era capaz de cubrir a una tribu de mil guerreros. El soldado, cubierto por la espesa niebla, frente a la robusta estructura, con la mayor atención, recorrió las fornidas ramas que se condensaban en una lúgubre capa, y en medio, las salpicaduras ordenadas de miles de faroles, colgados en las puertas de cada residencia. En lo alto, pasando, el oscuro ramaje, la presencia de una de las dos lunas se tendía sobre la infinita selva. Entre las enramadas, los pequeños resplandores de las luces oscurecían, aún más, la silueta del monumental árbol. Habían llegado a sa'wai, la ciudadela antigua en la selva de Juramía. Una vez descartadas tanto la evaluación de subir por las escaleras en forma helicoidal del tronco; como la de enfrentarse con su objetivo, el líder, extrajo con decisión del bolso de cuero un proyectil de kasipa, un pequeño cuerpo ovalado, parecido a un huevo y mucho más grande que el puño de su mano. Con las gruesas garras de la extensión de sus cuatros dedos zarandeó, por varias veces, el núcleo espeso del interior del arma. La rústica cáscara empezó a calentarse emitiendo una intensa luz anaranjada. De la boca del soldado surgieron signos indescifrables, una oración de guerra que solo los tres podían entender: un mandato perenne de muerte. Entonces, recogió el brazo izquierdo y arrojó, con odio, la letal arma. La esfera golpeó la base del wunu y el ovillo al impactar contra la superficie de madera se dividió en miles de fragmentos, de inmediato, se desentrañó una enceguecedora flama. Seguido de un rayo que desató el espíritu diabólico de su encierro cristalino, y como el látigo de una centella, subió por el tronco, mientras, serpenteaba con violencia su cuerpo de llamas transfiguró a la forma de un cuerpo alargado con miles de patas y de cabeza aplastada. Al abrir sus fauces, incandescentes, una esencia viscosa de color rosado se escurrió por sus afilados dientes y al caer sobre el leño penetró los anillos de las ramas hirviendo la savia; brotando, así, pequeñas burbujas que al contacto con su piel escamosa estallaban de forma violenta. La salvaje criatura de fuego inhaló con rabia el aire seco, y con sus dientes de brazas volvió a morder con incontrolables ansias las gruesas ramas del árbol, acompañada con repetidos gruñidos ensordecedores, que a veces, los interrumpía por las exhalaciones calcinante del fuego de su boca. Al gritar expulsaba su aliento con fuerza al exterior zarandeando las ramas de los árboles vecinos con un fuerte golpe de calor. Las intensas bocanadas de fuego sofocaron el aire, calcinaron la piel de las hojas. La liberación del violento espectro le reveló a la noche su espíritu de guerra. La manifestación del odio de su energía buscó su destino en los laberintos del milenario árbol con el deseo por provocar la muerte a su alrededor.

Los tres soldados, satisfechos por el surgimiento de la bestia, lanzaron una potente exclamación de guerra: «¡Muerte al General!» y, el que había liberado a la criatura, lanzó una furiosa mirada hacia lo alto del árbol. Todos subieron a sus cidelino. Echaron a andar, mientras detrás de sus rostros indiferentes una descomunal columna de fuego y espeso humo surgía con cada movimiento y gritos de la efervescente criatura.

  El ciempiés de fuego, entró a las antiguas casas edificadas en el interior del tronco del árbol. Y quemó todos los condominios, las bodegas, los pasadizos, sin dejar criatura alguna con vida. Nadie escapaba de su presencia infernal, convertía en fuego al que se atravesará en su camino. Con frecuencias, de las puertas y ventanas habitacionales, los residentes salían envuelto en llamas y caían por el abismo del árbol, aun, en el espacio oscuro, las antorchas vivas, ardían y llegaban al suelo, sin apagarse, formando parte de una interminable alfombra de brazas. Había un aire de locura en aquellas escenas; su contemplación producía una impresión de espanto lúgubre que en sueños atormentaría a cualquiera. Para entonces, el gigantesco árbol de wunu era azotado por una tormenta de fuego que retumbaba desde sus cimientos y subía con unos enormes estruendos que quebraban los aires.  

  Cuando, el temible kasipa, llegó a lo alto, su ansioso anhelo le motivaba a alcanzar la casa del General de los Señores Sciurus. Y así fue, se presentó en la cúspide del árbol con un estrepitoso golpe que alcanzó a derribar parte de las ventanas del hogar. Los Sciurus despertaron sobresaltados. El General saltó de la cama al percibir el calor y los vapores del humo que había invadido el interior de la casa. Ante el inminente peligro, alertó a su esposa que apenas soñolienta abría sus ojos y se colocaba de pies. Luego el General cruzó la habitación y salió, y corrió a la habitación contigua donde sus dos hijos, espantados, veían como el fuego, subía y bajaba por las paredes escaladas, apoderándose del piso y el humo entraba a la habitación. El General cargó entre sus brazos al más pequeño de los Sciurus y tomó de la mano a la hermana mayor, que hacía pocos días aprendió a caminar. Su esposa siguió en pie junto a la puerta esperándolos. La familia escapó por la parte posterior de la entrada, evitando a la criatura de fuego. Por unos segundos, se vieron acorralados, pues, en la salida había un muro de fuego que comenzaba a arder parte de la puerta. Las altas temperaturas alcanzaban a arder en la piel y el destello de las llamas lastimaba los ojos. En el exterior de la casa, el kasipa de fuego, furioso hacía guardia en la estancia serpenteando su cuerpo y dando sendos coletazos al tronco. A pesar de la amenazante presencia del monstruo, el padre con determinación, de un fuerte golpe con la planta del pie izquierdo derribó lo que quedaba de la puerta, de inmediato, el vapor irritó el rostro del General Sciurus, calentó sus mejillas, quemó sus pestañas y un poco el fino pelaje de la piel. Aun así, el padre decidido atravesó la sofocante pared. Detrás de él, la madre Sciurus intentó seguirle, pero un violento coletazo de fuego le golpeó su rostro, arrojándola con violencia al piso del corredor quedando inconsciente. El General corrió apresurado por un amplio sendero del patio y subió al infante en su espalda, este abrazó su cuello con fuerza, mientras, sujetaba al menor de los Sciurus en sus brazos. Y sin detenerse tomó impulso para saltar. Entonces, estiró lo más que pudo los brazos separando los codos, recogió los músculos de las piernas y sin dudar se lanzó. Una vez en el vacío, cayó en cuenta, que su esposa no había saltado. Desplegó con dificultad el patagio, que se extendía desde su cadera hasta las muñecas con una membrana de piel elástica. Finalmente, aterrizó con dificultad sobre el follaje de un frondoso árbol vecino donde no había llegado el fuego. El General Sciurus ya a salvo con sus críos, le invadió la angustia al no ver a su esposa: «¡Hija, ya regreso, cuida de tu hermano!». Y lo colocó en los cortos brazos de la joven a al menor de las dos. Después, se quitó el talismán que colgaba en el cuello y se lo entregó a su hija. El gesto era un acto del clan de los Sciurus como una ceremonia de responsabilidad de mando familiar. Así que la joven lo tomó en sus manos mientras abrazaba a su padre. El talismán, un diamante en forma de pirámide, colgado en el cuello de la joven irradiaba diminutos destellos aún más de lo acostumbrado.




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