Los Mensajeros del Reino de la Guerra Libro Primero

Capítulo III El Traductor Exiliado

Capítulo III

El Traductor Exiliado

 

       Cerca del océano de Umaralá, en planeta Gliese, existe una tribu de Sulcavis. Es un grupo de cientos que habitan en las modestas cuevas de los acantilados. Ellas tienen el cuerpo cubierto por un plumaje de color rojo que adquieren por los alimentos que toman del mar. Poseen unas alas de coloridos colores que llegan hasta sus rodillas. Los Sulcavis son criaturas pequeñas—un metro cincuenta—, de espíritus reservados y desconfiadas de los demás reinos. Jamás permiten la convivencia de cualquier otra especie con ellos. Lo que dificulta el conocimiento de sus costumbres y tradiciones. Se sabe que, viven en un territorio donde otras especies no pueden habitar; sus hogares, las cuevas de los acantilados, se tienen acceso solo con el vuelo. Escalar las resbalosas caras de los precipicios para llegar a las galerías sería un suicidio para cualquiera. Por ello, el aislamiento natural causó un efecto de ocio y paz en la cultura y sus costumbres. Por supuesto que sus Leyes no le permiten involucrarse con otros reinos. Los miembros de su Consejo rigen sus Normas y el pueblo se apegan fervientemente a ellas, no hay cabida para contradecirlas, si este agravio ocurriera lo más severo sería el destierro. Los Sulcavis son criaturas pacíficas por naturaleza, nunca se ha conocido de una Sulcavis que haya levantado la espada, y de hecho no usan espadas,  contra uno de los suyos o cualquier particular. Sin embargo, en los reinos del planeta Gliese se les consideran criaturas valientes, por la tenacidad de lograr sobrevivir a las adversidades, por su inteligencia y creatividad para repelar los ataques de sus agresores. A pesar de vivir en modestas cuevas, una contigua a la otra, gozan de comodidades, no tan suntuosas como los otros reinos, son, en efecto, sencillas; cada habita cuenta con habitaciones circulares, adornadas con platas de flores que cantan y aromatizan el entorno. Duermen en camas de base de piedras con un colcho de suave hierva. Las casas dentro de las cuevas carecen de cocinas, pues, van al océano para tomar sus alimentos: pequeñas especies parecidas a los peces, y su comida favorita son los warutta de la familia de los camarones, entre otros organismos marinos.   

                Hubo un tiempo en que los Sulcavis empezaron a enfermarse. Una extraña epidemia atacó la población reduciéndola a la mitad. Kasap preocupado por el bienestar de su gente, y en especial el de su padre, apeló a su espíritu estudioso, y decidió investigar la causa de la trágica calamidad de su reino. Los medios que utilizó para entender la epidemia y lograr salva su reino no fue el más tradicional. Rompió una de las Leyes principales de las Sulcavis, que reza: «Artículo primero de la enmienda Sulcavis: Nunca socializar con una especie diferentes a las de su reino. El que haga tal abominación será desterrado», Por eso mismo, y a pesar de haber salvado a su gente de la extinción, en la luna Cachí menguante, de la tercera luna del planeta Gliese, Kasap fue condenado al exilio por el Concejo Superior de las Sulcavis. Los eruditos, miembros de su clan, eran criaturas pragmáticas, y como si hubiera recibido la misión celestial de custodiar un listado de sagradas Leyes, les parecía inconcebible que una Sulcavis entendiera el lenguaje de cualquier otra criatura. Por supuesto, pasaron muchos años para que la comunidad se enterarse de su don. Kasap había dedicado parte de su corta vida al estudio y conocimiento del lenguaje de las especies, con el único fin de aprender a descifrar el código lingüístico de otros reinos. Era algo natural para él, que tenía razón de ser y un sentido por su vida. Por lo demás, después de años de estudio en la clandestinidad, apoyado siempre por su padre, y la persistente curiosidad y disciplina lo había llevado a los límites de la conciencia y de la inteligencia Sulcavis, y al pasar la línea divisoria de la ciencia y el conocimiento se rasgó el velo moral de las creencias espirituales de su reino. Durante algún tiempo pude sentir que pertenecía todavía a su reino, pero esta inocente creencia no duraría demasiado cuando descubrieron su don. Y finalmente, como consecuencia, de las profanaciones de las costumbres territoriales de su comunidad terminaron por cobrarle la estadía al lado de su parentela. Nadie se opuso al mandato. No hubo apelación ni siquiera por los parientes que lograron sobrevivir. De cualquier manera, lo consideraron un rebelde y la comunidad lo culpó por contradecir las Leyes y obviaron la importancia de lo que había saldado. Por eso, una mañana de invierno, sin poner resistencia de su parte, fue custodiado por los Guardias Imperiales Sulcavis desde su hogar, en los acantilados del océano de Umaralá, hasta las estribaciones de la selva de Juramía obligándole a dejar atrás su tierra natal para cumplir con las Leyes de los Sulcavis.

      Fue así que Kasap voló rumbo a las lejanas montañas de Borunka. Su destino era un conjunto de inhóspitas cordilleras que imponentes se levantaban en la parte central del planeta Gliese, rodeada por una enmarañada y peligrosa selva que franquea los tres imponentes cordones de las cordilleras. En ese inhóspito lugar eran las Sulcavis condenadas al exilio. Sin embargo, para llegar hasta las montañas era necesario atravesar la selva del Juramía. Desde las alturas, la impenetrable jungla era una encrespada superficie de variados tonos verdes, surcadas por las caudalosas sendas de los ríos Kams y Pachí que como serpientes plateadas cortan el vasto territorio con su caudal violento y ruidoso. Por encima de la selva, en su mayoría de árboles de wunu, se cubre por una tenue neblina de nubes rojiza proveniente de un volcán que expiraba una descomunal columna de humo color carmesí. En la superficie de la soberbia selva, el viento arrastra su cuerpo invisible en el inhóspito follaje que es socavado por las huellas circulares de las descomunales cuevas cuyas bocas se atraganta de jóvenes arboles formando una depresión como platos profundos de vegetales; dentro, de las gargantas de las cuevas, las briznas de las impetuosas cascadas salpican las cimas de los imponentes árboles de wunu. La neblina, en ciertos lugares, se torna de un color purpura parecida a la sangre; el aire es teñido por efecto de la fumarola del volcán activo desde hace miles de años. A pesar de que el paisaje es seguro desde lo alto, la majestuosa selva levanta sus tentáculos para arañar con sus garras de leños caprichosos las desoladas nubes. «Cómo tan majestuosa belleza puede albergar tanta muerte en ella», pensó el exiliado mientras aleteaba por el cielo.




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