Desde el nacimiento de la magia, todo se había vuelto un poco más imperfecto. Hasta el punto en que lo único bueno, era lo menos malo.
Aún podía recordar el sonido de mis huesos rompiéndose; habían pasado más de tres años desde esa situación. Odiaba esos recuerdos, me odiaba a mi mismo por recordarlo y aún me culpaba por aquello.
El carruaje nos estaba esperando, había dos de ellos, uno de oro y otro negro, mis hermanos estaban arreglándose, y yo estoy inquieto en mi habitación. No quería pensar en el hecho de pasar tiempo con ellos.
Sentía mis nervios subir poco a poco, ya que empecé a caminar de un lado al otro en mi cuarto, buscando una explicación para no ir. Pero justo, mi puerta se abrió con mucha brusquedad, y casi por instinto me toqué la tercera costilla de la izquierda, recordando como me la habían roto, en un supuesto entrenamiento.
Mi madre entró, con su rostro redondo y su eterno ceño fruncido, me miró de arriba hacia abajo, y soltó un suspiro cansado, como si tuviera una gran carga en sus espaldas. Me quedé quieto, cerca de mi ventana. Ella repasó con su mirada toda mi habitación, y luego volvió esos ojos verdes fríos en mí.
—No te atrevas a causarme vergüenzas esta vez —advirtió, y yo solo agaché la cabeza—. Un príncipe, nunca debe bajar la cabeza ante nadie —retó, y como antes, ella volvió a suspirar—. A veces me preguntó por qué decidí quedarme contigo —comentó, y salió de mi habitación. Los guardias, serios y con burla en sus ojos, le siguieron el camino—. ¡Apresúrate!— gritó.
En el carruaje, todo era peor, mi vista únicamente estaba fijaba en el paisaje, oscuro, siniestro y repetitivo. Cuando era niño, recuerdo que me gustaba ir en los carruajes, cuando nadie podía molestarme, y luego llegué a la etapa del entrenamiento, junto con mis hermanos mayores, y todo se hundió en la desgracia. Fue el cambio más drástico y horroroso que pudo sufrir alguien en esta existencia.
Entonces mi mano empezó a temblar, mi cuerpo entero se estremeció. Nadie se dio cuenta, pero igual intenté disimular, ocultando mi mano en la ancha manga larga de mi abrigo, y en un momento, sentí frío, una corriente pasó por mi espalda, aunque era imposible porque todo estaba cerrado.
—Ya hemos llegado, tú tienes que esperar a salir, serás el último —aclaró mi madre, saliendo del carruaje. Desde mi lugar, pude ver como los guardias nos rodeaban, con sus finos trajes oscuros, los de rango bajo llevaban una chaqueta azul oscura y los más fuertes llevaban un rojo opaco y los de alto rango llevaban uno negro con botones blancos. Y después de media hora anunciando a mis hermanos y todas sus grandes hazañas, al fin, llegó mi turno.
Cuando salí, me quedé estático, mis ojos fueron directamente a él. Mi corazón estaba palpitando muy rápido, mientras veía los ojos de quien podría matarme. Anhelaba la muerte, pero no tenía permitido matarme, no podía ser un suicida frente al pueblo, por más triste que fuera mi existencia.
Pero ese chico podía ser mi salvación, o al menos eso pensé, hasta que sentí que algo se removía en mí. "Eso" que se removía en mi interior, quería escapar y entonces, cuando vi sus ojos; aquellos ojos marrones, ocultaban algo, había miedo en ellos, pero no por la situación en sí, sino que tenía miedo de algo más, parecía un borrego asustado, encaminado al matadero.
Entonces, uno de los guardias tomó mi brazo, y el segundo me empujó para apurarme, y en menos de lo que esperaba, la flecha había atravesado su frente, y terminó destrozando su cabeza entera. «Una flecha mágica» supuse, mientras me apuraba a entrar, y los guardias se movían en busca de quién mató a su compañero. A veces parece que se tienen más lealtad a sí mismos, y a su regimiento, que a la familia real, pero no los culpaba si fuera así.
Cuando llegué a dentro, fue cuando me di cuenta de que parte de mi kimono blanco, estaba manchado por la sangre del guardia. Intenté caminar lejos de la puerta, y sin darme cuenta llegué a uno de los sellos de manzana negra del piso, que llevaba al balcón para la presentación oficial frente a los habitantes de élite. Cuando me giré, vi a toda la clase alta, mirándome intrigada, mientras yo intentaba disimular la angustia que estaba sintiendo. El balcón estaba ubicado en la esquina izquierda de la habitación, era el salón de fiesta del castillo oeste cercano al muro. De lejos, se podía ver los rostros grabados en las columnas de mármol oscuro pulido, y las manos marrones del piso negro grisáceo, y el techo estaba adornado con hermosas telas de un gris claro, atadas a los pilares, que se unían en el centro del lugar, atadas a las pestañas del enorme ojo de vidrio con el iris negro que se encontraban en medio del techo. Pero todo tenía un significado, el ojo para demostrar que el rey sabe todo lo que sucede en su reino, y nadie es capaz de escapar de su vista, los rostros de las columnas simbolizan a los esclavos de la primera guerra, y las manos en el piso, para simbolizar a los que intentaron llegar a nuestro nivel y que jamás lo lograron.
—Presentando al hijo del medio, el príncipe Adrik Tenebris —cuando fui anunciado, bajé rápido del sitio, y entonces me quedé quieto en el último escalón, tenía la opción de acercarme a mi familia, pero no estaba seguro.
Si me acercaba a ellos, me molestarían, más de lo que ya lo hacen. Me quedé cerca de una columna, alejada de todos, y aun así, estaba llamando la atención. Mi pelo blanco, mi piel pálida, y mis ojos grises, eran totalmente contrarios a todo lo negro y oscuro que representaba el pueblo, era totalmente incompatible con ellos. Pero lo peor, era mi forma de ser, que iba en contra de todo lo que se refería a mi familia.
—Adrik, ¿Qué haces ahí? —me preguntó mi hermana mayor, la primera hija, Chiara. Ella venía con su armadura hecha de brillantes escamas negras de dragón, y su perfecta alabarda de hierro blanco en su espalda. Yo desvié la mirada al piso negro grisáceo del salón.