Los moradores de la basura

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Alexei se despidió de Pilip en la terminal dos de Barajas ya que este decidió quedarse en Madrid, pero Pilip había indagado en Internet y Tenerife le parecía la mejor alternativa para conseguir un trabajo como camarero.

Así que los amigos se despidieron. Entre lágrimas se separaron mientras cientos de pasajeros corrían de un lado al otro. Una gran emoción los embargaba, ambos sabían que el futuro se abría ante ellos. Se prometieron volver a encontrarse en unos años y contarse sus aventuras y experiencias. Uno se quedó en Madrid y el otro se subió a un avión dirigido a Tenerife.

Después de dos horas y media de viaje llegaron al aeropuerto. No había autobuses, así que buscó un taxi.

—Buenos días —saludó al taxista que leía el periódico, sentado al volante—. ¿Podría llevarme por favor? —preguntó con un marcado acento.

—Entra muchacho —le contestó el taxista. Dejó el periódico a un lado y le observó sentarse en el sillón trasero.

—Me gustaría ir a… —No sabía muy bien a dónde dirigirse, quizás la mejor opción sería la capital—. A la capital.... —dijo dubitativamente.

—¿A Santa Cruz? —le preguntó perplejo. La carrera le iba a salir cara, y al muchacho no parecía que le sobrase el dinero —¿Estás seguro?

—Pues… —miró sus ojos reflejados en el retrovisor; tendría unos cincuenta años, canoso y con una espesa barba que le cubría el rostro —. No sé muy bien a dónde dirigirme, la verdad. Estoy buscando trabajo...

—Pues te aconsejo que te quedes en el sur de la isla, en la capital difícilmente encontrarás trabajo, amigo...

—En el sur.... —Recordó las imágenes que había visto a través de Internet, grandes playas, paseos llenos de turistas... —. Bien, pues me quedo en el sur...

—Perfecto. —Puso el coche en marcha y con destreza se dirigió a la autopista—. Te llevaré a Los Cristianos, es más bonito que las Américas….

—Bien —contestó. No podía dejar de mirar a través de las ventanillas. Se presentaba ante él un panorama grandioso. Grandes montañas, por el lado derecho y a la izquierda pequeños y encantadores pueblos pesqueros. El mar lo rodeaba todo y vibraba con fuerza contra la costa.

—Es hermoso, ¿verdad?

—Es lo más hermoso que he visto en mi vida —dijo sin poder apartar la vista del mar que rompía furiosamente contra la costa.

—Me alegro de que te guste. Este pueblo de allí es Arico. —Señaló un pequeño puente que cruzaba la autopista y junto a este había un pequeño barco—. Aquí nací yo. —Orgulloso, contemplaba al muchacho mirar de un lado al otro para no perderse nada.

—Vaya... —Fue todo lo que pudo decir Pilip. En aquel momento supo que no se había equivocado al venir hasta allí.

El taxista lo llevó hasta Los Cristianos y lo dejó junto al edificio de Valdés Center, y lo dejó junto a la acera.

—Suerte, muchacho. —Se despidió con una gran sonrisa.

—Gracias —le contestó después de pagarle.

Allí, con un calor sofocante, vestido con un pantalón negro y una camisa que se había comprado para la ocasión, se sintió al borde de un abismo. Lejos de la euforia que había sentido junto a su amigo en el viaje desde Rumania hasta España, donde bromeaban sobre el trabajo que iban a encontrar y el futuro que se abría ante ellos, ahora el terror le atenazaba la garganta. En un país desconocido, no sabía si encontraría trabajo, ni tan siquiera sabía dónde iba a dormir esa noche.

Sacudió la cabeza y cogió su pequeña maleta. Anduvo diez minutos hasta llegar a la avenida de Suecia, y vio varios carteles en los que se anunciaba el alquiler de vivienda. Tocó varios timbres, ya que no disponía de teléfono y no pensaba gastarse más dinero ese día.

—¿Quién es? —contestaron a través del interfono.

—Quiero alquilar la vivienda —dijo en español con un acento muy marcado.

—Espere, que bajo.

Apareció una señora de más de setenta años, con sobrepeso y la cabeza llena de rulos.

—¿De dónde es? —le preguntó mirándole de arriba a abajo.

—De Rumania —le contestó.

—Tiene usted cara de buen chico —le dijo.

—Mi madre piensa lo mismo —sonrió.

—Venga, que le enseño el piso.

Subieron unas angostas escaleras que parecía que llevaban semanas sin limpiar.

—El piso está muy bien, es grande, tiene cocina propia, y aunque no tiene lavadora aquí cerca hay una lavandería.

—¿Cuánto es el alquiler?

—Cuatrocientos cincuenta euros al mes.

—Es mucho, déjelo —se paró en seco, dio media vuelta y comenzó a desandar el camino. No tenía ni para pagar el mes y la fianza.

—Espere, espere —le interrumpió mientras bajaba las escaleras—, tengo otro más pequeño, se lo dejo por trescientos.

—Sigue siendo mucho para mí —le dijo con aire preocupado, tenía muy poco ahorrado para el primer mes, y si no encontraba trabajo se vería en un apuro.

—¿Cuánto tiene? —le preguntó la mujer cansada de regatear. Él hizo un rápido cálculo tenía quinientos euros, cuatrocientos para el alquiler, le sobrarían cien euros y con estos podría comprar comida, aunque claro, no tenía cocina. Sonrió para sí mismo, las cosas mejorarían.

—Doscientos euros. En cuanto encuentre un trabajo le pagaré la diferencia.

—Como he dicho, pareces un buen chico —el piso llevaba mucho tiempo sin estar alquilado así que necesitaba un inquilino y, aunque el dinero era poco, el joven encontraría trabajo y le pagaría el resto. No tenía cara de mal chico, se le veía responsable y trabajador. En seguida le cayó bien.

El piso era pequeño y estaba sucio. Un viejo sofá desgastado ocupaba todo el salón; la cocina la formaba un pequeño fregadero y un hornillo, y en la habitación apenas cabía una pequeña cama cubierta con una colcha gastada y zurcida en varios lugares. Presentaba un estado lamentable. Pero él se sentía feliz ya que parecía que su camino comenzaba a abrirse: esta noche tendría un techo y mañana comenzaría a buscar trabajo.




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