Los moradores de la basura

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Taisa cogió en brazos a su hijo, que se había quedado dormido en el sofá. Con sumo esfuerzo lo acostó en su cama y lo abrigó con el edredón. Eran más de las once, se dirigió a la sala y apagó la televisión. Su marido se quedaba hasta tarde entrenando con un compañero de trabajo, así que se fue sola a la cama.

Horas más tarde se despertó con el llanto de su hijo. Su marido estaba junto a ella y se despertó sobresaltado.

—¿Está llorando? —le preguntó adormilado.

—Sí, parece que sí —se levantaron preocupados y se dirigieron hasta su habitación.

—Cariño, ¿qué ocurre? —Se acercó a su cama y le puso la mano en la frente—. Está ardiendo.

—Me duela la tripa... —se quejó.

—Vístete, lo tenemos que llevar a urgencias —comentó su marido.

—No lo entiendo, ha pasado una tarde bastante tranquila.

Se dirigió hacia el baño y rebuscó en los cajones. Buscó un aceite que el pediatra le recetó a su hijo la última vez que lo llevó con dolor de estómago y había resultado que estaba empachado.

—Cariño —la llamó su marido.

—Voy... —Cogió el frasco rápidamente y se dirigió hasta el dormitorio.

—Rápido... —le insistió.

El niño había comenzado a vomitar y su marido le sostenía la cabeza. Le miró martirizado y esta se dirigió corriendo al vestidor. Después de vestirse lo más rápido que pudo, envolvió al niño en una manta y se dirigieron a urgencias.

Entraron en la sala de espera, que estaba vacía, y se sentaron. El doctor no tardó en salir. Un hombre de unos cincuenta años, canoso y con una oronda barriga.

—Pasen —les indicó.

—Gracias, doctor.

—¿Qué le ocurre? —se sentó frente al ordenador.

—Tiene fiebre... —comenzó ella a hablar.

—… y ha vomitado —terminó su marido.

—¿Cuántas veces? —quiso saber el doctor.

—Dos en casa, y una en el coche.

—Déjelo en la camilla.

El pequeño, que tenía una bonita tez morena, presentaba un color amarillento. Y estaba temblando. La madre le acarició la cabeza mientras el doctor lo auscultaba.

—¿Ha comido algo fuera de su dieta habitual?

—No —dijeron al unísono.

—Parece una gastroenteritis —dijo el médico después de tocarle la barriga—. Tiene el estómago inflamado. Le recetaré un jarabe y mañana dieta blanda. Si vomita una vez más, deben llevarlo inmediatamente al pediatra, ya que puede padecer deshidratación.

—Gracias —comentó mientras recogían la receta.

Buscaron una farmacia de guardia y compraron los medicamentos. Al volver a casa eran cerca de las tres de la mañana y el niño lloraba desconsoladamente. Se sentían impotentes, tristes y cansados.

—Mama, me duele —se quejaba.

Le suministraron el jarabe y decidieron bañarle antes de acostarle. Mientras ella lavaba y cantaba a su hijo, su marido le cambió las sábanas a la cama y juntos le acostaron.

A la mañana siguiente su marido descansaba y se dedicó a cuidar del niño mientras Taisa comenzaba su jornada laboral, pero su mente y corazón seguían en su casa.




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