Los moradores de la basura

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Inexorablemente fueron pasando los días y Pilip no encontraba trabajo. El dinero hacía días que se había agotado, en la nevera tan solo le quedaba un bote de leche y un par de huevos.

La casera tocaba en la puerta varias veces al día, exigiendo el pago del alquiler y no aceptaba una negativa por respuesta, ni tan siquiera quería escuchar sus excusas. Cuando cansado abría la puerta e intentaba explicarle la situación, ella no dejaba de gritarle y amenazarle. Con la frustración recorriéndole las venas cerraban la puerta con un portazo y la escuchaba durante varios minutos que se alargaban tal si fueran horas, con la espalda apoyada en la puerta. Cuando regresó no le abrió la puerta, aunque eso no evitó que continuase golpeándola.

Frió los huevos que le quedaban en la nevera y los acompañó con la leche. Al terminar se sentó en una silla mirando la nevera vacía.

Decidió escribir una carta a sus padres, ya que estarían preocupados ante su falta de contacto. No podía llamarlos, porque dudaba si podría hablar con ellos sin ponerse a llorar y por la falta de dinero. Al terminarla, lloró desconsoladamente, durante horas.

Tenía que hacer algo, no podía continuar así. Escuchó tras la puerta y al no oír ningún ruido, se encaminó hacia la salida. Después de pasear sin rumbo fijo se dirigió hasta la cafetería donde trabajaba Pame.

La cafetería estaba repleta de clientes. Pame cogía las comandas y salía corriendo detrás de la barra para prepararlas. Sin dudarlo atravesó el local hasta donde estaba ella.

—Buenas tardes, Pame —le dirigió una gran sonrisa.

—Hola —le reconoció—, ¿quieres tomar algo?

—No, tan solo quiero un delantal y poder ayudarte. —Le dedicó su mejor sonrisa.

—Oye —se quitó un mechón de pelo que le cubría la frente—, no soy la dueña, ya te he dicho...

—No te preocupes, tan solo quiero ayudarte.

—¿Ayudarme? —no le creía.

—Sí, te ayudaré.

—No hace falta... —Terminó de poner las bebidas en una bandeja y la levantó con suma presteza.

—No encuentro trabajo. Hoy me he pasado dos horas mirando una nevera vacía.... —La miró desesperado—. Tan solo quiero ayudarte.

—Coge el delantal, pero quédate detrás de la barra. —Le señaló con el dedo índice, regañándole.

—Gracias —este le cogió la mano y se la besó sonoramente. Ambos rieron.

Se pasaron la tarde, hasta bien entrada la noche, corriendo de un lado a otro, sirviendo mesas y lavando a toda prisa las decenas de vasos que se acumulaban.

Cuando cerraron las puertas, Pilip cogió un cubo, una fregona y comenzó a limpiar el suelo.

Guardaban silencio, cada uno sumidos en sus pensamientos. A Pame le gustaba Pilip pero le daba miedo. ¿Qué podría esperar de una relación así? Estaba abocada al fracaso, pero irremediablemente se sentía atraída por él. Por otro lado, Pilip veía en Pame su tabla de salvación, ella era su punto estable en aquella locura en la que se había metido.

Cuando estaba junto a ella, se sentía feliz, en casa, como un ser humano.

Había llegado la hora de irse.

—Gracias —le dijo a Pame cuando recogía su bolso.

—A ti, por dejarme ayudar —le respondió.

—Quiero que te quedes con las propinas de hoy. —Le dio una pequeña bolsa de plástico llena de monedas y algún billete.

—No es necesario. —Las rechazó.

—Quiero que te las quedes. —Abrió su mano y las depositó en ella.

—Gracias, pero a cambio me gustaría invitarte a un perrito caliente.

—Me parece perfecto. —Le sonrió—. Voy a quitarme el uniforme y en un minuto estoy contigo.

Pilip la esperó en el exterior de la cafetería, mientras ella se cambiaba.

Cuando Pame salió a su encuentro se había soltado el pelo y maquillado suavemente. Mostraba un aspecto juvenil y fresco. Pilip se quedó mudo unos minutos. Quería buscar un halago, un adjetivo..., pero no encontraba ninguno, tan solo pudo sonreírle.

—¿Y esa sonrisa?

—Estás muy guapa —dijo dubitativo.

—Gracias. Pongámonos en camino, la cafetería queda al final de la avenida.

Caminaron lentamente el uno junto al otro. Se cruzaban con algunas personas que conocían a Pame y mientras esta saludaba, Pilip las observaba algo alejado. Era una mujer querida y respetada por todos; aunque algunos se dieron cuenta de que iban juntos, ninguno preguntó por él.

La cafetería no medía más de veinte metros cuadrados, pero tenía una gran terraza. Las mesas y sillas eran de mimbre. Decorados con unos pequeños cojines estampados en azul, creaban un ambiente acogedor y entrañable. Se sentaron en un rincón y estudiaron el menú.

—Yo me voy a tomar un perrito caliente —dijo Pame rompiendo el incómodo silencio.

—Yo también —ambos rieron y dejaron la carta en la mesa.

Una joven camarera se acercó con una radiante sonrisa.

—Buenas noches, ¿cómo estáis?

—Bien —le contestó Pame.

La joven no tendría más de veinte años, con un pelo muy corto y demasiados piercings.

—Dos perritos calientes y dos coca-colas.

—¿Queréis probar nuestra tarta de nueces? Quedan dos porciones.

—Nos parece bien.

—Buena elección. —Les sonrió y se alejó hasta la cocina donde comenzó a preparar el pedido.

—Hay algo que me gustaría preguntarte... —comenzó a decirle él, cuando estuvo seguro de que la camarera no les escuchaba.

—Lo que quieras...

—¿Sigues enamorada de tu ex?

—No —rió—, qué va. ¿Por qué preguntas eso?

—Eres una gran mujer, hermosa, trabajadora... —Se sonrojó—. No entiendo cómo puedes estar sola.

—Me cuesta confiar en la gente... —Guardaron silencio—. Tú también tienes muchas cualidades…

—No he encontrado a la mujer de mi vida.

—Una gran frase. —Se tocó el pelo, nerviosa.

—Muy manida para mi gusto.

Les trajeron los perritos y comenzaron a cenar. Estaban estupendos, crujientes y calientes.




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