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Tenía hambre; en su vida había pasado penurias, pero nunca había tenido hambre. Pensó en llamar a sus padres y pedirles ayuda, pero no quería defraudarles. Se habían sentido orgullosos de él. Su madre le dijo al irse, “sabía que estabas destinado a hacer grandes cosas”. Cómo iba a explicarles su fracaso. No podía, verle en esa situación les rompería el corazón; debía salir él solo.
Estirado en su cama, mientras el hambre devoraba sus sentidos, recordó a aquellas personas junto a los contenedores de basura. Y se dirigió hacia el lugar.
Eran pasadas las cuatro de la tarde y los contenedores estaban vacíos. Se encaminó hacia la trasera del supermercado, en busca del pequeño campamento del que le habían hablado las dependientas.
Oyó un frenazo y se giró a tiempo para ver cómo una furgoneta atropellaba a un pequeño perro marrón y este caía muerto a escasos metros de la acera. El coche continuó su camino, y el resto de los transeúntes le imitaron. Pilip podría haber creído que había sido producto de su imaginación si no hubiese sido por el cuerpo del animal inerte y por el aullido lastimero que emitía otro perro, algo mayor que su compañero y de color negro. Aullaba triste, mientras le lamía el hocico. A continuación, intentó cogerlo por el pescuezo y llévaselo, pero era demasiado pesado y a duras penas podía moverlo.
Pilip se acercó contrariado por el comportamiento del perro. Los coches seguían circulando y podían atropellar al perro, que intentaba desesperadamente sacarlo de la carretera. Intentó apartar al perro, pero este le gruñó enseñando unos afilados dientes. Cuando iba a darse por vencido, cogió al perro muerto por las patas y el otro lo miró atentamente.
El perro negro caminó unos pasos por delante de él, y se paró. Pilip se dio cuenta de que quería que lo siguiera. Cogió el cuerpo inerte del animal y lo siguió; totalmente fascinado por la actitud del animal.
Llegaron a una pequeña explanada de tierra, donde se habían construido tiendas, con mantas, colchas, manteles chapas de plástico y maderas. Entre ellas, a modo de camino, cientos de piedras pisaban las telas y marcaban los límites de cada casucha. Comenzó a andar por el pequeño camino. Al final de este, varias personas se reunían alrededor de un fuego.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó uno de los hombres a los que había visto recoger la comida.
—Lo han atropellado. —Le tendió el animal, que este recogió en su regazo, con la dulzura con la que cualquier madre sostendría a su hijo.
—Pobre —comenzó a llorar amargamente—, pobre, este mundo no se hizo para nosotros.
Pilip guardó silencio mientras aquel hombre mostraba su dolor. El perro negro se sentó junto a Pilip y esperó.
—Debemos enterrarlo —sentenció.
Envolvieron el cadáver en papeles de periódicos y comenzaron a caminar. Los tres individuos, Pilip, que no sabía muy bien qué hacer, y el perro, formaban una comitiva fúnebre algo grotesca. Después de andar menos de quince minutos, se pararon y comenzaron a cavar un hoyo. Depositaron al animal y luego lo cubrieron con algunas piedras.
—Has sido un buen amigo, un buen perro y que Dios te acoja en su seno. O el Diablo, eso espero, y así nos volveremos a encontrar en el otro mundo.
—Amén —contestó el resto.
Comenzaron a desandar el camino pero el pequeño perro no se separaba de las piedras.
—Goliat, ¡ven aquí! —le ordenó el hombre—. Tú no eres el único que le echará de menos.
El perro aulló y los siguió. Al llegar de nuevo al campamento, el hombre miró a Pilip, como si nada hubiese pasado. Las lágrimas habían dejado rastro en su rostro borrando parte de la suciedad que le cubría la cara.
—Soy Jeremías. —Se levantó y le estrechó la mano.
—Hola, yo soy Pilip.
—Pilip, estos son Raúl y Pancho. —Presentó a sus dos compañeros que tan solo hicieron un gesto con la cabeza y continuación se sentaron.
—Esto... —No sabía por dónde empezar. Qué iba a decirles, ¿que estaba desesperado? ¿Que tenía hambre?
—No tienes que decirnos nada, tan solo siéntate —y le señaló una roca.
—Yo, quería saber si… —se le secaba la boca— si sería posible coger algo de fruta...
—¿Pero cómo te atreves? —le interrumpió Raúl, pero Jeremías le hizo una señal para que guardara silencio.
—Perdona, tan sólo…, es que tengo hambre y eso es basura —reclamó indignado Pilip.
—No es basura, es nuestra comida. Y será mejor que nos hables con respeto. —Le apuntó con la mano y pudo ver varias heridas mal cicatrizadas, al igual que unas uñas llenas de tierra.
—Lo siento... —Se levantó para marcharse, totalmente abochornado por la situación.
—No te vayas. Tan solo te he dicho que guardes respeto. —Le tendió un bocadillo.
—Gracias. —Lo cogió y sin pensarlo dos veces le hincó el diente. El pan estaba duro y la mortadela mohosa, pero le supo a gloria bendita.
—La comida no es gratis. Como puedes ver a tu alrededor esto es una comunidad —y señaló las tiendas—, cada uno utiliza una tienda para dormir, pero debes trabajar para ganártelo. —El perro salió de una de las casetas y se sentó junto a Jeremías.
—Trabajaré —dijo con la boca llena.
—Eso es lo que queremos oír —Le dio un trozo de pan al perro, que devoró rápidamente. Hizo una señal a los dos hombres para que los dejasen solos—. En esta pequeña ciudad que hemos construido hay normas y leyes, impuestas por nosotros. No tenemos las mismas normas de conducta que el mundo exterior —y señaló el edificio que estaba junto a ellos—. Ellos nos han dado la espalda y nosotros a ellos.
Después de terminar el bocadillo, Jeremías le mostró el campamento. Las tiendas tenían colchas que hacían la tarea de paredes y techo; estas reposaban sobre palos amarrados unos a otros y en alguna de ellas encontró hasta bloques de cemento.
—Puedes dormir en una de ellas —le ofreció el hombre.